La vida de Abraham era un lienzo de sombras y silencio. Un niño pequeño y delgado, con ojos que parecían contener un abismo de tristeza. La crueldad de los demás era su pan de cada día, y la soledad su compañera constante. En la escuela, sus compañeros se divertían a costa de su apariencia y su vulnerabilidad, sin piedad ni compasión.
Pero en medio de tanta adversidad, había un refugio, un lugar donde Abraham podía ser él mismo sin temor a ser juzgado. La habitación de su madre, donde el dolor y la debilidad no podían apagar la luz de su amor. A pesar de que la enfermedad la había debilitado, su madre era la roca que sostenía a Abraham, la fuente de su fuerza y su consuelo.
Las horas que pasaban juntos eran un bálsamo para el alma de Abraham. Se sentaba a su lado, y le contaba sobre su día, sobre sus sueños y aspiraciones, y sobre cómo se sentía al ser objeto de burlas y acoso. Su madre escuchaba atentamente, con una sonrisa débil pero llena de amor, y le ofrecía palabras de aliento y consuelo.
"¿Sabes, Abraham?", le decía, "que eres un niño valioso y especial? No dejes que las opiniones de los demás definan tu autoestima. Tú eres más que lo que ellos ven en ti. Tú eres un diamante en bruto, y con el tiempo, brillarás con toda tu fuerza".
Las palabras de su madre eran como un bálsamo para el alma de Abraham. Comenzó a encontrar fuerza en ellas, a darse cuenta de que no estaba solo y que su madre siempre estaría allí para apoyarlo. Y aunque las burlas y el acoso no cesaron por completo, Abraham aprendió a enfrentarlos con más confianza y determinación.
La relación entre Abraham y su madre se convirtió en un refugio seguro para ambos. La madre de Abraham encontró consuelo en la compañía de su hijo, y Abraham encontró fuerza en el amor y el apoyo de su madre. Juntos, enfrentaron los desafíos de la vida con valentía y determinación, y en medio de la oscuridad, encontraron la luz que los guiaba hacia un futuro más brillante.
Editado: 10.05.2025