Capítulo 2: La Iglesia del Santo Estandarte… y los Corazones Vacíos
Tres días caminó sin descanso.
Sin comida, sin agua, sin rumbo claro, solo guiado por la luz cálida que ardía en su pecho y la espada que colgaba de su cintura. A veces soñaba con otras vidas: una ciudad luminosa, una madre amorosa, un mundo sin espadas ni cruces. Pero siempre despertaba con el mismo cielo gris.
Al cuarto día, vio las torres blancas de la Catedral de la Sangre Pura, cuartel central de la orden de cruzados. Un templo colosal, rodeado de aldeas en ruinas.
—Así que… este es el lugar —murmuró.
Los guardias lo detuvieron en la puerta, apuntando con lanzas.
—¿Y tú quién demonios eres? No tenemos tiempo para mendigos disfrazados de santos.
Caelum bajó la mirada, tranquilo.
—No tengo nombre. Pero esta espada lleva el sello de la Iglesia.
Uno de los guardias lo miró con desconfianza, tomó la espada, y al ver el grabado dorado con el símbolo sagrado del Estandarte Celestial, frunció el ceño.
—Tch… Está bien. Pasa. Pero no causes problemas.
Al entrar, el contraste lo golpeó. Por fuera, la iglesia parecía un santuario de esperanza. Por dentro… era un mercado de ambición. Sacerdotes vendiendo indulgencias. Caballeros cruzados jugando a los dados con monedas manchadas de sangre. Nobles embriagados bebiendo vino en cálices sagrados.
Y entre todo eso… Caelum.
Uno de los jóvenes escuderos se le acercó, vestido con una capa roja raída.
—¿Nuevo? Pareces perdido. Yo soy Erven, tercer escudero del escuadrón de la Llama Negra. ¿Tú?
—No tengo nombre —repitió Caelum, sereno—. Solo vine aquí porque sentí que debía hacerlo.
—¿Qué eres, un profeta o algo? —rió el muchacho, pero luego se fijó bien en su rostro—. Espera… ¿tú eres el de la visión? ¿El que apareció en el campo de los mil muertos?
Caelum asintió sin orgullo.
La noticia corrió rápido. Algunos lo veían con recelo. Otros con burla. Pero todos coincidían en algo: el recién llegado no pertenecía allí.
Días después, fue asignado al Escuadrón de Purga Interior, un grupo de cruzados encargados —en teoría— de erradicar el mal dentro de las aldeas fieles.
Pero la realidad… era otra.
—Recuerda esto, novato —dijo el capitán Ardan mientras afilaba su hacha—. Aquí no se trata de salvar a nadie. Se trata de obedecer. Si el Cardenal dice que una aldea está corrompida… se purga. Punto. Mujeres, niños, da igual.
Caelum sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su puño tembló, pero no respondió.
—Y si no obedeces… bueno —el capitán lo miró con una sonrisa torcida—, tendrás el mismo destino que los herejes.
Esa noche, mientras los demás festejaban con carne robada y vino manchado, Caelum salió en secreto. Caminó hasta una choza donde una anciana y su nieta lloraban en silencio, escondidas tras la amenaza de ser quemadas por "brujería".
—No teman —susurró Caelum, arrodillándose frente a ellas—. No soy su enemigo.
Puso las manos sobre la niña, que tenía fiebre, y una luz blanca brotó de sus palmas. La enfermedad desapareció como niebla ante el sol.
La anciana rompió en llanto.
—Tú… tú no eres como los otros.
Caelum solo sonrió.
—No lo soy. Pero no se lo digan a nadie.
Se marchó sin esperar gracias.
En lo alto de la torre, una figura lo observaba desde las sombras. El Cardenal Myros, con su anillo de hueso de demonio, apretó los dientes.
—Esa luz… ese muchacho… es peligroso.
Y así, el alma reencarnada que solo deseaba hacer el bien, comenzaba a ser marcada… como enemigo.
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Editado: 13.04.2025