La luz que no quisieron ver

Capítulo 10: El Trono de Ceniza

Capítulo 10: El Trono de Ceniza

El trono no era de oro. Era de huesos.

Los huesos de mártires, de herejes, de santos. Todos unidos bajo un solo propósito: el orden absoluto.

El Cardenal Myros contemplaba la ciudad santa desde la cúpula más alta de la Catedral Negra. A sus pies, las torres silbaban con viento y plegarias falsas. El incienso ocultaba el hedor de la corrupción, y las campanas tañían en honor a dioses que ya no escuchaban.

Un sirviente encapuchado se acercó, temblando.

—Mi señor… ha habido un incidente en la torre del Bosque de los Ecos. El cruzado reencarnado… vive.

Myros no se volvió. Solo murmuró.

—Lo vi en mi espejo. La fe lo protege… pero también lo envenena.

El sirviente bajó la cabeza.

—Elric fracasó.

—Como todos los que dudan. —Myros giró lentamente—. ¿Sabes por qué el mundo necesita miedo?

El sirviente guardó silencio.

—Porque el amor no unifica. El amor es caótico. Egoísta. Caprichoso. Pero el miedo… oh, el miedo es disciplina. El miedo une. El miedo moldea.

Myros descendió los escalones. Su túnica negra arrastraba cadenas plateadas con símbolos sagrados. A cada paso, las antorchas se apagaban.

—Caelum es una llama. Brillante, sí… pero pequeña. Él cree que puede curar el mundo. Cree que puede abrazar incluso al demonio y hacerlo llorar.

Cruzó una gran puerta, donde lo esperaban tres figuras encapuchadas, los Siniodales del Abismo —los más oscuros intérpretes de la doctrina caída.

—El relicario se abrirá pronto —dijo uno—. ¿Qué haremos?

Myros sonrió, pero sus ojos eran fríos como cuchillas.

—Permitiremos que lo abra.

Los tres se estremecieron.

—¿Qué…? Pero mi señor, si accede al relicario, purificará los símbolos antiguos. Podría liberar al Reino de la corrupción…

—Sí. —Myros se giró hacia el gran mural de la Última Cruzada, donde se representaba a los ángeles masacrando demonios bajo su estandarte—. Y en ese momento… lo sellaremos con él dentro.

El segundo siniodal se adelantó.

—¿Lo usaremos… como sacrificio?

Myros extendió su mano. Una llama oscura surgió de su palma. Dentro, la silueta de Caelum.

—Él es el receptáculo perfecto. Fe pura, cuerpo bendito, alma reencarnada. Si lo sellamos dentro del relicario… convertiremos esa luz en un pilar eterno. Un faro para controlar al pueblo con un “milagro” perpetuo.

El sirviente tembló.

—¿Y si se niega a cooperar?

—Entonces lo quebraré.

Se detuvo ante un altar. Un niño estaba acostado sobre él, dormido, con una marca brillante en la frente.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó Myros, colocando su mano sobre el corazón del niño.

—…¿Un Elegido?

—No. Un demonio nacido con alma humana. El primero.

El sirviente dio un paso atrás, horrorizado.

—¡Eso es… blasfemia!

Myros lo fulminó con la mirada.

—Es revelación.

Y en ese instante, clavó un cuchillo ritual en el pecho del niño.

Pero no salió sangre.

Sino luz.

—La fe verdadera no tiene forma. No es buena ni mala. Es energía. Y yo la forjaré… en un arma.

El niño desapareció en una nube de ceniza… y su esencia fue absorbida por el cetro negro de Myros.

Los siniodales se arrodillaron.

—Ave Myros… portador del Segundo Dogma.

Myros alzó su cetro. Su sombra se extendió por todo el salón como si la oscuridad misma lo reverenciara.

—Caelum viene por mí. Cree que es el juicio del cielo.

Se giró, la túnica al viento.

—Yo seré el juicio de Dios.




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