Capítulo 12: El de la Duda
El viento soplaba entre los árboles ennegrecidos del bosque. Las Catacumbas del Primer Silencio quedaban atrás, selladas por la voluntad del relicario.
Ilhara caminaba detrás de Caelum. Él sostenía la esfera de Aethrel como si fuese una extensión de su alma. No hablaba. No preguntaba. No mostraba cansancio, ni rabia, ni siquiera orgullo. Solo avanzaba… como si supiera exactamente a dónde iba.
Y eso era lo que más la asustaba.
—Caelum… —dijo, rompiendo el silencio.
Él se detuvo. Se giró suavemente, sus ojos como espejos de calma.
—¿Sí?
Ilhara tragó saliva.
—¿Qué viste allá dentro? En la cámara.
Caelum la miró por un segundo más de lo necesario.
—Un posible final. Y una esperanza… aunque fuera dolorosa.
Ella apretó el puño.
—Siempre hablas así… como si ya supieras lo que va a pasar. Como si tu luz lo explicara todo. Pero no eres un dios, Caelum. Eres… un humano. ¿Lo recuerdas?
—Soy un alma humana, sí. Pero fui enviado con un propósito.
—¿Y si ese propósito te destruye?
Caelum bajó la mirada por un instante.
—Entonces que así sea. Si mi sacrificio trae aunque sea un día de paz a este mundo… valdría la pena.
Esas palabras, aunque nobles, sonaban frías para ella.
Como una despedida anticipada.
—¡¿Y qué hay de nosotros?! —soltó, con rabia inesperada—. ¿Qué hay de los que luchamos a tu lado? ¿También debemos quemarnos solo porque tú estás dispuesto?
Caelum guardó silencio.
Ilhara sintió cómo algo en su pecho comenzaba a quebrarse.
Desde que lo conoció, lo había seguido por su fe, por su bondad. Pero ahora… esa misma bondad se sentía demasiado pura. Como una llama que no calienta, sino que purifica incluso lo que no quiere arder.
—A veces pienso que no estás con nosotros —dijo ella, bajando la voz—. Que estás solo… caminando hacia tu muerte con una sonrisa.
Caelum dio un paso hacia ella. No la tocó. Solo la miró, con una tristeza profunda.
—Tienes razón.
Ilhara lo miró, sorprendida.
—A veces, yo también me siento así.
Y esa sinceridad la desarmó más que cualquier discurso sagrado.
Pero antes de que pudiera decir algo más, una sombra pasó entre los árboles. Una presencia… demoníaca.
—¡Movimiento! —gritó Caelum, interponiéndose entre ella y la silueta.
Un grupo de criaturas deformes surgió del bosque: híbridos de carne y metal, ojos inyectados de luz púrpura. No eran demonios comunes… eran engendros creados por alquimia negra, fieles a Myros.
Ilhara blandió su espada, pero notó algo: Caelum no levantó su arma.
Solo juntó las manos, y la esfera de Aethrel flotó delante de él.
—¡¿Qué haces?! —gritó ella.
—Confío en ellos —dijo.
Y un rayo de luz pura estalló desde la esfera, alcanzando a las criaturas.
Pero no las destruyó.
Las purificó.
Los monstruos cayeron al suelo… gritando. Y no por dolor. Sino por liberación. Uno por uno, sus cuerpos mutados se deshacían… hasta revelar dentro de ellos almas humanas, deformadas, llorando.
Uno de ellos —un niño, no mayor que doce años— cayó de rodillas.
—¿Por qué… me ayudaste? —dijo con lágrimas en los ojos.
Caelum se arrodilló, tocándole la frente con compasión.
—Porque nadie merece vivir atrapado en la oscuridad. Ni siquiera si nació allí.
Ilhara, con la espada aún temblando en su mano, retrocedió.
Y ahí lo comprendió.
Caelum no quería destruir a sus enemigos.
Quería salvarlos.
Y eso… eso la aterraba.
—Tú… —susurró—. No eres como nosotros.
Caelum la miró, pero no dijo nada.
Y en su silencio, Ilhara sintió por primera vez…
que él ya estaba caminando un sendero que ninguno de ellos podía seguir.
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Editado: 18.04.2025