Radella
El frío era absurdo, el invierno había sido más duro que en tiempos anteriores. El gélido aire calaba hasta los huesos. Como una Oscuro, hija de la luna, debería estar acostumbrada debido al hecho de vivir rodeada constantemente de ese tipo de ambiente. Sin embargo, la piel se me erizó al dar un paso fuera del círculo de protección.
Sí, un maldito círculo de protección. El gran castillo de piedra, mi hogar, estaba protegido con distintos hechizos de cualquier amenaza que pudiese existir en Cipseel. La magia cuidaba hasta la mínima roca junto al denso bosque que rodeaba el castillo, dicho bosque vivía abrazado a una inquietante neblina.
Ahuyentaba a los no bienvenidos. Justo y necesario ya que muchas criaturas no tenían buenas intenciones.
Una opresión se instaló en mí pecho al momento en que me adentraba al bosque. El sendero de piedras me parecía más estrecho que de costumbre. Se había vuelto incomodo caminar por esos lugares, algo había cambiado un tiempo atrás.
Los grandes árboles, que antes susurran con sus movimientos y se retorcían con cada brisa, se encontraban inmóviles, como si estuvieran paralizados de miedo.
¿Miedo a qué?
No lo sabía.
Horus había dicho que los inciensos inducían paranoias en mí. Idiota.
Mientras seguía mi camino empecé a sentir bajo mi piel, ese cosquilleo incesante, ese hilo invisible que tiraba de mi energía, de mi magia. No era la primera vez.
Cerré los ojos y me concentré en calmar mi respiración. La sensación vibrante se volvió más perceptible por un instante, pero cuando traté de tocarla, buscarla, se esfumó e hizo una con el aire.
No me rendiría fácilmente. Acomodé la capa larga que llevaba tratando de entrar en calor y cerré los ojos una vez más.
El zumbido sordo del viento era lo único que llegaba a mí. El cortante frío me acariciaba el rostro con brusquedad alejándome de toda concentración. Maldije por lo bajo.
Cuando pensaba que no lograría nada, unos crujidos llegaron a mis oídos. Sentí la presencia de un ser en frente mío, asustada abrí los ojos encontrándome con la dorada armadura que tenía tallada en el pecho el sol y la luna siendo una sola.
Un guardián.
Los guardianes también conocidos como protectores de Cipseel, cuidaban de todo en esta tierra mágica. Se caracterizaban por ser criaturas grandes que llevaban hasta el rostro cubierto del característico metal dorado con detalles en verde oscuro. Sus armas iban desde lanzas encantadas hasta espadas largas y dagas llenas de veneno.
Frente a mí tenía a mi guardián favorito—nótese el sarcasmo—, Regin.
— ¿Qué ves?
Enarqué una ceja cruzándome los brazos, esperaba su respuesta. No podía ver sus facciones, pero podría jurar que fingía pensar.
—A ti siendo rara, es decir, siendo tu misma.
Solté un bufido entrecerrando los ojos hacia él. Según él, yo era un dolor de cabeza que desequilibraba la tranquilidad en el bosque, pero bien que yo me ofrecía de voluntaria para corregir destrozos ajenos.
Giré la cabeza observando el camino que venía haciendo y le devolví la atención, curiosa.
— ¿Dónde vas?
Intentó pasar de mí, pero me puse en su camino.
—No es de tu importancia.
Apresuré mis pasos para alcanzarlo cuando pudo pasar, iba en dirección al lugar del cual yo venía.
¿Qué no tenía yo nada mejor que hacer? No.
—Vas a casa... Eso quiere decir...
Tanteé en busca de más información.
—Voy a ver a Zephyr—espetó quedándose quieto. — Por lo que más quieras, esta vez mantente lejos.
Abrí la boca para refutar, pero ya no había restos de él. Maldita velocidad con lo que fueron bendecidos.
Zephyr era el encargado de la casa de los Oscuros. El gran maestro de la magia prohibida y el gruñón número dos sobre la faz de Cipseel. El hombre llevaba varios siglos de experiencias y recién empezaba a tener dolores de rodillas.
Sin más que hacer, porque sabía que volver a casa sería una pérdida de tiempo puesto que Zephyr y Regin no dejarían por nada que escuchara su conversación, retomé mi vieja tarea. Molestar a Vientos.
Los oscuros, criaturas de sombras o hijos de la luna, como quieras llamarnos, éramos un poco de cada uno de esos nombres. Practicábamos magia prohibida y nuestra energía provenía de la luna y de las tinieblas. Allí residía la capacidad de esfumarnos entre la bruma, un don que nos salvaba de apuros. En realidad, a mí me salvaba de problemas.
También era una forma muy práctica de trasporte. Me bastó poner un pie en la maraña de niebla para convertirme en ella y luego volver a mi forma corpórea en el claro del bosque, exactamente en un punto medio entre el bosque muerto y el lago prohibido. Allí entre esos lugares espantosos había una gran cabaña.
Estaba hecha de piedras negras y madera. Hermosa a su manera en medio del inmenso bosque y neblina que subían desde el lago. Unas rocas acomodadas con precisión formaban el muro que dividía esa naturaleza rebelde y el jardín tan cuidado.
Me aventuré en el sendero a través de sus plantas medicinales hasta los escalones. El olor a mirra, menta y otras matas se fundían en mis narices. A trompicones evitando estornudar llegué hasta la puerta tallada, mi piel se erizó por completo y apreté los dientes cuando sentí lo que había del otro lado.
Malditamente tenía el don de percibir, sentir más bien, la energía de las criaturas.
Me froté la nariz con brusquedad, acomodé mi cabello mientras ensayaba mi cara de aburrimiento e indiferencia.
Sin esperar invitación empujé la puerta.
Un dato de conocimiento público era la procedencia de los lupis, seres oscuros. Como cualquier ser oscuro provenían de las sombras y rendían tributo a la luna, y a pesar de que pertenecíamos al mismo bando no nos llevábamos tan bien, simplemente nos tolerábamos a distancia.
Con cada paso que daba dentro de la cabaña el silencio se volvía más tenso.
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Editado: 15.06.2023