La Maldición de Cipseel

Capítulo dos

Grandes pinos cubiertos de escarchas se abrían paso a mi caminata. La quietud se debía al invierno y eran muy pocos los que se arriesgaban a vagar en estas épocas.

Cipseel era un gran pedazo de tierra, montañas, bosques, grietas y misterio. Las criaturas que habitábamos este lugar nos dividíamos en casas. La Casa de los Oscuros, yo provenía de allí. Luego teníamos el Hogar de Lobos, no estaba tan lejos de mi hogar. Unas masas verdes de plantas nos separaban y la gran grieta en la tierra.

La grieta no era tan ancha, pero si profunda y oscura. Un puente cruzaba ese surco hasta el arco de piedra que daba la bienvenida. Nunca crucé más allá, aparte de los lobos y ciertos guardianes, no teníamos la bienvenida. Visitas indeseables, en esa lista estábamos en el segundo puesto después de las Hijas del Sol.

Allí en medio camino sentí a flor de piel la energía de una jauría, mierda. No quería toparme con ellos. Me volví sombra y avancé lo más lejos que pude. Los caminos de piedras tenían varias bifurcaciones y en una de ellas cuando ya había avanzado hacia la izquierda pude ver la cabellera caoba de Tabitha.

Tabitha era una curandera y vidente que vivía con los lobos. Ella los guiaba por medio de sus visiones. Controlé mi energía y a las sombras que me acompañaban para no asustarla y fui hasta ella. Juntaba musgos y hojas de arbustos.

— Las hijas de la Tierra te cortaran las manos.

Saltó del susto en su lugar antes de mirarme fastidiada. Un lobo gris salió de atrás y me enseño sus dientes, obviamente ella no estaría sola. Dos chicos se asomaron a ver que sucedía, llevaban leñas en los brazos, pero siguieron con lo suyo al ver que Tabitha caminaba hacia mí. Decidieron que no era una amenaza o les importaba muy poco.

—Deja en paz a esas niñas, me han dado su autorización.

La comisura de su boca subió un poco. Las Hijas de La Tierra eran duendecillas, medían con suerte unos veinte centímetros, y tenían el don del cuidado de todos los seres vivos. Amaban la naturaleza y aborrecían a las personas que la destruían.

—No necesitas su autorización. Lo sabes, ¿no?

Se encogió de hombros mientras tomaba la flor de invierno. Una bella flor lila que resistía al más frío invierno.

—¿Qué haces?

Copie su acción anterior mientras me cruzaba de brazos. Dos lobos en su forma animal me miraban desde su distancia. Si Tabitha no estaba en peligro ellos no atacarían.

—Venía de mi visita al gruñón de Vientos.

—Lo adoras.

Señaló después de guardar las hojas. La vidente era una mujer agradable, no orgullosa y malhumorada como sus compañeros de casa. Aparentaba unos veintisiete años, pero tenía más de un siglo sobre la tierra.

—Dime ¿También sientes como si algo malo sucediera?

La mujer detuvo sus movimientos y alzó la vista. La seriedad en su rostro respondía a la pregunta.

—Radella, por favor, no te metas en problemas.

—Solo responde.

—Sí, el ambiente está muy tenso. No eres la única que lo siente.

Asentí, no era la única, pero nadie quería hablar acerca de ello. En especial las criaturas más antiguas, había recelo en su actuar. Un mal augurio, tal vez, había dicho Zephyr. Sacudí la cabeza despejando la mente, sabía que Tabitha no diría nada.

—Esperemos no sea nada malo.

Frote mis brazos para entrar en calor. La jauría esperaba sobre un tronco caído, ellos la cuidaban como si fuera una más de la manada.

—Debo irme, te invitaría un té—dijo dudosa alzando los ojos hacia sus acompañantes—, pero no creo que sea correcto.

Bufe fastidiada hacia los chicos y a ella le regale una sonrisa que trataba de transmitir entendimiento. No sería posible el té.

—No te preocupes, tengo algo pendiente.

Le reste importancia mientras me alejaba. Cuadrar algo con ella siempre era difícil, sin embargo, ya habíamos podidos compartir. No había nada que yo no pudiera conseguir.

Me fui a casa, tenía una tutoría pendiente. Solía dar clases individuales porque creía que de esa manera mi atención se centraba únicamente en una persona y podía transmitirle mejor mis conocimientos. De todos modos, no había tantos oscuros.

Éramos, contando a Zephyr, casi cuarenta. De los cuales diez eran aprendices aún, ocho no solían estar casi nunca y el resto nos volvíamos a dividir en rangos, de acuerdo a nuestras habilidades.

Impartí mis clases de magia básica con la pequeña Raisa hasta que terminó exhausta, mirándome con suplica. Su cabello tenía las puntas hacia distintas direcciones y su respiración era acelerada.

Le indiqué a que me esperara dentro del castillo a la vez que guardaba el libro, estábamos en el jardín descuidado detrás del recinto. Piedras llenas de musgo habían sido las mesas para nuestras cosas. Realizar las prácticas en lugares abiertos era lo más sensato cuando se hablaba de principiantes.

Suspiré cuando el cálido aire mágico calentó mi rostro. Declan y Asper, unos novatos, estaban comiendo gomitas dulces y limpiando cubetas, porcelanas y todo lo que se utilizaba para hacer encantamientos y pociones.

La limpieza se solía realizar por medio de la magia lo cual indicaba que estaban castigados. No había lógica para que estuvieran limpiando a puño cada traste.

—¿Qué han hecho esta vez?

Saque mi capa colgando de la silla frente a ellos. Raisa divertida les robó unos dulces, Declan lo miró con los ojos entrecerrados y recibió un codazo por parte de Asper.

—Nada ¿Puedes creerlo?

La cara de Declan era de viva indignación, su cabello ondulado y negro como el carbón estaba sujeto con una goma para que no le molestara en la cara.

No, no podía creer. Enarqué una ceja haciéndole ver mi respuesta.

—Es verdad—susurró Asper. Miro a los lados asegurándose de que nadie estuviera—, Horus está de mal humor.

—Ustedes lo ponen de mal humor.

Señalé cogiendo unas gomitas. Este par ponía a prueba la paciencia de todos aquí en casa. Aunque tratar con Horus era tratar con la poca paciencia personificada. Dejé que siguieran con sus deberes yendo hasta la antesala, luego tomé el largo pasillo que culminaba con una escalera de tres peldaños dentro de la biblioteca.




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