La Maldición de Cipseel

Capítulo cuatro


La piel tostada de Horus estaba tensa como resultado de la fuerza que ejercía con sus brazos mientras yo gozaba de la vista que ofrecía. Él llevaba una delgada camisilla de algodón sin mangas en su tarea de acomodar las macetas a un lado del ventanal para que disfrutaran del sol. El astro rey decidió que éramos dignos de su presencia y apareció elevando unos centígrados la temperatura de afuera, porque adentro por arte de magia siempre se mantenía una temperatura ambiente.

Las plantitas parecían suspirar y no sabría decir si era por el sol o por Horus en ese estado tan sensual, sin importar su rostro lleno de fastidio, como de costumbre.

—Entonces... ¿Aceptas o no?

Llevaba media mañana tratando de convencerlo de ir a la aldea. La feria ya había iniciado y yo no había puesto un pie allí, aún. Desde que desperté decidí que hoy iría y llevaría a Horus, pero este último no estaba cooperando.

— ¿Por qué no vas sola?

Suspiré llena de impaciencia. Sacarle de casa era difícil.

—Eso no te hace caballeroso, Horus ¿Cómo puedes dejar a una dama deambular sola por lugares tan sombríos?

Fingí escalofríos mientras hacía gestos de terror.

Echo la cabeza para atrás y soltó una gran carcajada tan inusual en él. Aquel momento era tan único y raro. Su dentadura blanca me regalaba una sonrisa burlona mientras caminaba hacia mí.

— ¿Dama? —inquirió tratando de ocultar su sonrisa y rascando su nariz con diversión.

— ¡Eres un fastidio!

Lo empujé con una mano en el pecho, tratando de sacarle del camino. Sujeto mi mano frenando mis pasos y puso los ojos en blancos.

—Dame cinco segundos—pidió en un amable susurro.

Tres segundos fueron suficientes para que con un chasquido estuviera vestido listo para salir.

Alcancé mi capa feliz por haber conseguido mi objetivo. Horus para todos era un mal humorado con cara de enfado desde que nació, sin embargo, era cuestión de entre ver a través de esa mascara para descubrir sus distintas facetas. Él también daba clase a los novatos y ellos le temían, lo cual resultaba gracioso para mí.

+++

—Los rumores hacen eco—comencé mientras avanzábamos por el sendero de piedras.

Nos habíamos trasportado hasta unos doscientos metros fuera de la aldea. A los aldeanos no les agradaba que las criaturas aparecieran de la nada en su pueblo y respetábamos su inquietud.

—Los rumores que dices escuchar es porque eres chismosa, Radella.

—O simplemente tu eres más ermitaño que Vientos y no sales siquiera a que el sol te dé en el trasero.

Negó divertido, pero se mantuvo en silencio, pensativo. Sabía que él también había oído aquello que todos decían y que también le daba justo en su curiosidad, aunque él era más reservado.

—Lo puedo sentir—susurré para que nadie más pudiera escuchar.

—Lo sé. Yo también, a veces, sin embargo, lo que siento no es precisamente bueno.

Y obviamente él le hacía caso a su instinto, no como yo. Los aldeanos y seres mágicos se cruzaban en nuestro camino mientras avanzábamos hasta los puestos de comida.

La conversación murió allí y me disgustaba no conseguir más información. Compré las famosas tortitas de frambuesas, mi paladar agradecía la increíble combinación de sabores. Horus me abandonó cuando vio a su mejor amigo y le resté importancia porque aquello era algo que él haría. Seguí pasando por las diversas tiendas esquivando a los lobos y duendecillas que me miraban con recelo.

Aquí en la aldea existían reglas y prohibiciones. La cosa iba de que debía de existir un mismo trato hacia todas las criaturas de Cipseel, también hablaban del respeto y que la práctica de hechizos estaba restringida.

Me detuve frente a la tienda de cristales y amuletos recordando que había prometido a Vientos regalarle un bonito cristal. Estas piedras estaban recargadas con energía. No poseían el máximo poder o lo que sea que inventaban por la aldea. Funcionaban como un medio de canalización y fin de la historia.

— ¿Qué es eso?

Apunté hacia el botellín con un líquido azul. En estas ferias había cosas bastantes perturbadoras, debías de venir con la mente muy abierta.

—Es un elixir para una diversión asegurada—explicó la mujer detrás del mostrador.

Fruncí el ceño con desconfianza, aquello sonaba a bébeme y olvida hasta tu nombre. Yo trataba de evitar esos jugos especiales porque las pocas veces en que me rendí ante ello las cosas se me salieron de las manos.

—Ni se te ocurra beber eso, Radella.

Me sobresalté ante la voz de Regin. No pude sentirlo.

—No voy a beber nada—fingí estar molesta y él simplemente me ignoró.

Me alejé entre las criaturas. Tener a Regin cerca era tener a un papá sobreprotector pisándome mis talones, el muy idiota creía tener autoridad en mi persona.

Compré un libreto, bollos dulces, cristales y polvos que necesitaba para mis siguientes clases. Cerca de las ultimas casetas estaban sentados unos lobos hablando en susurros con ciertas duendecillas.

—Pero Borak...

— ¡Es un estúpido cuento que nos contaban de niños! —cortó lo que sea que el chico iba a decir.

—A mí la maldición de no me suena a un estúpido cuento—defendió una chica mientras bebía de su vaso.

Abrí el libro que conocía de atrás para delante disimulando una lectura interesante. La maldición era un tema que últimamente estaba en la boca de todos. La blasfemia que todos gritaban en medio de susurros hablaba sobre que cuando el sol y la luna fueran solo uno algo catastrófico ocurriría. Otros decían que la conjunción daba lugar a un eclipse y que todo quedaría en la oscuridad y los seres malditos se liberarían.

Luego estaba yo que no me creía la estupidez sin argumento.

—Sea o no un cuento estúpido, dicen que el bosque muerto alberga el gran poder...

—¿Qué tipo de poder? —preguntó un niño con temor.




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