La Maldición de Cipseel

Capítulo Siete

Le di una rápida excusa antes de escabullirme hacia mi dormitorio, lo arrojé en su cara que él primero me abandonó y que no tenía derecho a reclamar mi desaparición. Le restó importancia alejándose con su querido libreto entre manos.

El hombre se pasaba leyendo con una expresión de fastidio, como si le disgustara la lectura. Lo cual era completamente lo contrario, amaba.

Horus era un oscuro muy fuerte. Había leído y aprendido un sinfín de hechizos, meditación y botánica. Llevaba unos siglos aquí en Cipseel y se había enfrentado a muchas criaturas raras. Las malditas duendecillas lo querían y yo apostaba que la razón era su habilidad con la naturaleza. Luego estaban las arpías del agua, sirenas, solían ser crueles, además de feas, pero a Horus lo respetaban. Tal vez le temían.

En realidad, muchos le temían. Es que con esa cara que cargaba todo el día infundía una imponente autoridad, no obstante, por dentro podía ser un dulce caramelo de frambuesa, aunque eso no todos sabían.

Agradecí que lo dejara pasar porque la molestia hacia unos ojos marrones seguía burbujeando dentro de mí.

Dormir fue una odisea. Mi mente viajaba a los sucesos de la tarde lo cual me irritaba nuevamente, también tomaba la ruta hacia el encuentro con el Gork y me traía los recuerdos del feo enfrentamiento que tuve en el pasado.

A los niños se les infundía el miedo a través de cuentos y leyendas acerca de bestias que deambulaban por nuestras tierras y eso hacía que el primer enfrentamiento a ellos fuera traumático.

Cuando cerraba mis ojos sentía el asqueroso y frio aliento de esa masa negra sobre mí, la boca abierta enseñando esas púas que de un momento a otro se abalanzaba hacia mí, pero después eran unos ojos marrones lo que estaban a centímetros de los míos. Lo maldije tantas veces que apuesto lo sintió mientras dormía.

Toda la noche me pasé dando vueltas que antes que el nuevo día se esclareciera completamente salí y decidí aventurarme por el bosque. Deje que mis pasos me guiaran mientras me alejaba de casa.

Siempre fui buena diferenciando las energías que emanaban las criaturas. Cada uno poseía uno distinto, una esencia única, como una marca personal.

Todos aquellos que practicaban magia, como también aquellos que no lo hacían, liberaban esa energía que era perceptible por cualquier otro que tuviera algo místico dentro de él.

Esa esencia que se transmitía era capaz de generar emociones en quienes la percibían.

Cuando la magia realizada era mala la esencia era abrumadora e incómoda, sin embargo, cuando era buena generaba una paz y tranquilidad inexplicable.

Los oscuros, hijos de la luna, emitíamos una energía oscura y abrumadora esa era la razón por la que todos asumían que éramos de lo peor. Una tontería con un argumento muy pobre.

Me detuve aguantando la respiración al ver donde mis pasos me acercaron y antes de cometer una estupidez me desvanecí para aparecer frente a la casa de Vientos. Sin importar de que mi visita fuera tan breve pude volver a sentir ese mismo poder que el día anterior.

Sacudí la cabeza caminando hasta la entrada. Ya veía salir humo de la chimenea eso quería decir que Vientos ya estaba despierto.

Alcé la mano para golpear, pero no pude hacerlo porque la madera se corrió enseñándome a mi guardián favorito. Jodido el momento en que decidí venir. El notó la intención de dar un paso atrás por lo que sin dudar me agarró del brazo y forzosamente me hizo pasar.

— ¡Suéltame! Puedo yo sola, Regin.

—Es por si intentas escapar.

La seriedad en su voz me indicaba que seguía molesto. Los guardianes, aparte de cuidar de Cipseel, cuidaban de los que habitaban en él es por eso que existía prohibiciones establecidas con el fin de evitar exponernos al peligro.

Y yo había roto una de las tantas prohibiciones, como siempre.

Radella la metiche.

—No pienso ir a ningún lado—le miré mal antes de ir junto a Vientos. —Tengo hambre.

—Buenos días para ti también Radella—refunfuñó.

Me giré indignada hacia Regin y lo apunté con un dedo. El dedo acusador.

—Le contaste.

No era pregunta. El muy bastardo asintió tomando asiento cerca del fuego.

—Es que lo que yo te digo te entra y te sale por el otro oído, Ella.

Arrugué la nariz ante el diminutivo. Suspiré poniendo mi mejor cara de inocencia y regresé los ojos a Vientos. Saqué la bolsa que traía cruzado por mi cuerpo y le tendí lo que le había comprado en la feria.

—En son de paz—murmuré.

—Muy bonito, pero eso no evita la charla que tengo preparado.

Alcé una ceja divertida, él, el hombre más callado que conocía, tenía una charla pendiente conmigo. En silencio, con solo el sonido de la madera quemándose, empezó a moverse por su casa mientras preparaba un té y sacaba tortitas calientes de una bolsa. Regin tal vez le trajo eso.

Busqué toda la comodidad que pude antes de servirme lo que había puesto delante de mí, lo mismo le entregó a Regin antes de instalarse al otro lado de la mesa para empezar a mezclar más hierbas.

—Hay algunas cosas que es mejor no saberlas, pero como tú eres capaz de averiguar por tus propios medios hemos decidido contarte.

La intriga sembró una semilla dentro de mí. Habló en plural y eso hizo que mis ojos se fueran sobre el guardián un breve momento. Debía de ser malo como para que él haya dejado que me inmiscuya en sus asuntos. Guarde silencio porque temía decir algo que pudiera hacerles cambiar de opinión.

—Primero quiero saber qué hacías en el bosque muerto.

Tragué saliva y llevé el té a mis labios mientras pensaba que decirle. Las mentiras no eran buenas, porque tarde o temprano ellos se enterarían y eso sería mucho peor.

—Las criaturas hablan—empecé. Me removí en mi lugar al sentir la mirada de ambos en mí. —Escuché rumores sobre que el oráculo había hablado. Que todo ese aire pesado y extraño que sentimos al recorrer Cipseel es un mal augurio sobre una maldición.




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