Mis brazos, debajo de la capa, se rozaban con los de Raisa mientras deambulábamos por las casillas de ventas de alimentos. Asper estaba unos puestos adelante metiendo una exagerada cantidad de golosinas en la boca.
—Me da vergüenza, parece un cerdo—susurró por lo bajo mi acompañante.
Sonreí divertida. La piel achocolatada del chico estaba cubierta de glaseado celeste. Disfrutaba a su manera.
—Es un cerdito lindo.
— ¿Quién? —preguntó con la boca llena el susodicho.
Resté importancia con un ademan antes de guiarles hacia un estrecho camino de piedras. Al otro extremo iniciaban las garitas de piedras mágicas y accesorios.
—Compren las cosas más brillantes y llamativas.
Ambos asintieron recorriendo el lugar con sus ojos. El único medio que teníamos, que no implicara la fuerza, para conseguir la colaboración de las criaturas acuáticas era intercambiar objetos bonitos por un poco de sus verdades.
Cuando les mencioné, a mis ayudantes, cuál era el objetivo de gastar en esas cosas, quedaron blancos como la nieve. Temí que no quisiesen acompañarme, pero la curiosidad les había ganado.
Empecé a coger amuletos coloridos, cuarzos de formas bonitas y anillos tallados.
Todo lo que brillaba iba directo en la pequeña bolsa que Raisa mantenía abierta.
—Los libros del oráculo—señaló Asper.
La mesa estaba llena de libros, pero el pequeño libro negro de cuero con la insignia del sol y la luna resaltaba. Extendí la mano para tomarla sin embargo no lo hice. No me sentía cómoda con la energía que emanaba.
Los libros que contenían predicciones no eran mis favoritas porque casi todos sus contenidos eran malos.
Apresuré a mis acompañantes. Teníamos que hallar la solución pronto antes de que más sombras hiriesen a seres inocentes.
La única manera de frenar los enfrentamientos era cortar de raíz su origen, pero no sabíamos de donde provenía. Todos los oscuros fueron cuestionados por Horus y Katrina y según dijeron no tenían nada que ver. Por ende, debíamos sospechar que alguien fuera de nuestro circulo estaba practicando magia oscura y no podía controlarlo.
El frío del invierno se volvió más tenue, la nieve ya era escasa. Muchos árboles se sacudían echando el resto de hielo de sus ramas para darle espacio a las nuevas hojas. En unos días la primavera debería de hacer acto de presencia, lo cual indicaba que el ritual del solsticio también estaba próximo.
El lago yacía ya en su forma líquida a varios metros de nosotros. Caminamos por el sendero de piedras con cuidado en dirección del viejo muelle. El mismo muelle en el que hace unos días Regin me había hecho poner un pie.
Me resulta bastante divertido verme caminar hacia ese nido de arpías por decisión propia. No obstante, el nerviosismo burbujeaba debajo de mi fingida calma. Trataba de que no se notase en mí porque eso haría que mis acompañantes también tuvieran miedo.
El silencio era espeluznante, solo oíamos el crujir de la madera con cada paso quedábamos.
Apreté los puños debajo de mi capa cuando vi una figura negra por debajo de la superficie del agua avanzar con nosotros.
—Creo que ya saben que estamos aquí—informó Raisa con la voz temblorosa.
—Tranquila, no les demuestres que tienes miedo—la susurró Asper.
Giré la cabeza sobre mi hombro para darle la razón y los vi agarrados de la mano con fuerza.
—No permitiré que les hagan daño—aseguré antes de volver a caminar hasta el final del muelle.
Me detuve observando el agua y el otro lado del lago. Era oscuro, tenebroso, muy raramente había buena iluminación en aquel lugar.
Rogaba internamente que apareciera cualquier otra sirena menos Nereida. La maldita me dio un baño la última vez.
— ¿Debemos esperar a que se dignen a aparecer?
—Silencio—callé a Asper.
Saqué el colgante de esmeralda y alcé en dirección del lago. Por más de que estas criaturas no estén a la vista siempre lo ven y lo saben todo.
No me sorprendió ver como algo negro empezó a emerger del fondo del agua. Guarde en mi puño la piedra esperando a la criatura.
El pelo largo negro caía alrededor de su fino rostro. Sus ojos negros sin fin, me incomodo hasta lo que no tenía. Las mismas garras largas y huesudas que tenía Nereida se posaron sombre la madera incrustándose en ella.
—Hola Radella—la cantarina y terrorífica voz me erizó la piel.
—Hola…
—Soy Nixie y veo que tienes algo muy hermoso en tu mano.
Le enseñé por unos breves segundos la piedra antes de meterlo nuevamente debajo de mi capa.
—Puedo regalarte si es que tú me ayudas, Nixie.
— ¿Qué más tienes para ofrecer? —cuestionó impulsándose hacia afuera hasta las caderas.
Su torso resbaloso lleno de escamas brillaba grisáceo en la claridad. Su larga cola golpea débilmente contra el agua, era inmensa.
—Muchas joyas preciosas, pero primero deberás responder a mis preguntas.
—Radella, a los licántropos no le agradas—miro a mis acompañantes—, ninguno de ustedes es de su agrado.
—Dime algo que no sepa—espeté.
—La maldición caerá y muchos morirán.
Me tensé. La mestiza. La maldición.
—No, no es lo que piensas—susurro divertida.
Sus afilados dientes me sonrieron. Extendió la mano, quería un poco de la paga para seguir.
Le arrojé el cristal verde y dos amuletos azules.
— ¿Hay otra maldición?
Negó mientras acariciaba la piedra con sus garras. Sus ojos negros se fijaron en mí.
—Solo hay una maldición y es aquella que dice que el día en que el sol y la luna se hagan una el mal se desatará.
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Editado: 15.06.2023