La Maldición de Gildor

Capítulo único

El joven llama a la vieja puerta de metal, cuya pintura había palidecido por el intenso sol; nadie responde como si estuviera abandonado; igual que el agua ha preferido ignorar el reseco poblado desde hace seis meses, el mandadero vuelve a insistir, esta vez ayudándose de una moneda para golpear de manera estridente. Se oyen pasos y golpes y por fin una respuesta. El mensajero, enviado desde la gran universidad del Coven lunar, busca al ex profesor en lingüística, filólogo especializado en lenguas muertas, historiador y arqueólogo aficionado Bastián Gildor para entregarle en confidencia un paquete bastante preciado.

—¡Ya voy! —grita un hombre bastante enojado— ¿Qué pasa con ese alboroto? ¿No ve que es hora de la siesta de la tarde? —inquiere abriendo la puerta de un tirón.

—¿Señor Bastián Gildor? —pregunta sosteniendo con recelo su encargo.

—El mismo —espeta hostil, acomodando el cuello almidonado de la camisa de lino.

—Vengo de parte del doctor Calix Stezin; es un paquete —extiende el bulto de tela cuidadosamente atada y de aspecto frágil al tacto—. Tiene el mensaje de que esto era algo que él mismo volverá a recoger en ocho días con la promesa de darle crédito en la investigación y quizás una bolsa de monedas de oro, solo si logra datarlo apropiadamente.

Bastián ni siquiera responde; solo toma el bulto de tela con recelo y asintiendo despide al mensajero. Cierra dando un portazo. Corre directo a la empolvada mesa del gran comedor y, arrojando a un lado de un manotazo los libros y cuadernos, coloca con cuidado el paquete misterioso. Con una mirada de asombro, el hombre ya entrado en años empieza a desatar la tela que resulta cubrir con mimo un ánfora adornada con variadas hojas y flores pintadas delicadamente a mano. Sellada con tal cuidado que la tapa estaba cubierta de una cera roja tan antigua como lo puede olfatear Bastián. Él no tarda en buscar en sus libros que ya desbordan hasta las estanterías para encontrar alguna referencia al diseño tallado. Estaba seguro que su mejor amigo Calix ya se había rendido con esta investigación; nadie lo busca en la academia a menos que estén al borde de la desesperación.

Contando con solo ocho días, el lingüista descarta el arte y se va mejor por ver si tiene algo escrito. El ánfora no cuenta con alguna letra, símbolo o marca, ni siquiera una pista, por lo que Bastián la levanta contra luz, notando que algo se oye en su interior, algo sólido por el sonido que emana. Sin mucha ceremonia, revisa el sello de cera, notando al fin un rastro de lo que posiblemente eran grabados arcanos de protección, quizás cercanos a finales de la era anterior. Sonriendo de oreja a oreja, trascribe todo rápidamente en un papel con la reseca tinta de su pluma favorita, pero por un descuido la mesa se tambalea, dejando caer el preciado objeto que se quiebra tal cual una cáscara, dejando derramarse un frágil manto vegetal cual clara y un rollo con pergaminos amarillos a modo de yema. Un extraño musgo marchito, negro y pestilente, inunda la habitación en una nube espesa de algo similar a reventar un hongo. Todo hiede al amonio: fuerte, acre e irritante. Bastián empieza a toser con violencia en medio de la niebla tóxica, con ojos llorosos y la garganta ardiendo hasta el centro del pecho; sus fosas nasales parecen estar en llamas. El ex profesor sale corriendo al enorme patio trasero, abriendo la puerta de par en par con angustia para esperar que todo se disipe.

Al rato vuelve por el tesoro en el suelo del comedor; Bastián aprecia el doblado y atado con un cordel negro; arrodillándose maravillado, toma un puñado del material reseco aún cubierto de un polvo parecido al que sueltan las alas de una polilla y lo huele, notando que ya no estaba la esencia repelente, solo naturaleza muerta. Sin cuidado arroja las hojas ennegrecidas a un lado y va a por los pergaminos, cortando su palma con la cerámica rota en un descuido. Sin detenerse por el copioso sangrado que mancha el suelo, entra a su cuarto para hurgar en los cajones desvencijados en busca de una lupa, y con la curiosidad a flor de piel, se dedica hasta la noche a ver cada detalle, incapaz de romper la belleza de su misterio.

En cuanto las aves de fuego de la jaula del salón empezaron a cantar al alba, Bastián se da cuenta que había perdido ya un día de trabajo sentado en su cama viendo el grabado de oro, por lo que apurado corre a tientas con una gastada lámpara de aceite a buscar el ánfora olvidada en su comedor, pateando las hojas secas y tratando de salvar los fragmentos grandes, pero el esfuerzo de su vista cansada estaba pasando factura, por lo que empieza a frotarse el puente de la nariz y parpados con las manos sucias haciendo que empeore. Derrotado, mejor se prepara para dormir y empezar con el pie derecho su nueva investigación.

Tras un sueño inquieto, Bastián despierta en medio de su cuarto revuelto y un pedazo de ese musgo aplastado en su puño. El ex profesor se limita a levantarse adolorido hasta los huesos con ese mal de cuerpo que dan con los resfriados, la garganta dolorida y la mano herida ardiendo en fiebre, por lo que decide que vería a un boticario, pero por ahora sería un baño y comer lo que su criada debió dejarle en la cocina. Bastián trata su herida con un ungüento para seguir en su labor, emocionado por cómo su nombre volvería a ser de interés entre los académicos si logra documentar esta maravilla. Pasa tan ensimismado, pisoteando el musgo, que ignora que se ha tornado vivo y húmedo, cubriendo gran parte del suelo, empezando a aferrarse a la madera pulida y de la sangre regada en la madrugada que estaba empezando a germinar, pero no parece del mismo, sino un manto con finísimas ramas verdes, cual enredaderas y los botones de incipientes hojas.




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