Corrían los años mil setecientos en aquellas tierras poco exploradas del Virreinato, una noche turbia donde la luna inyectada de sangre corría presurosa, buscando apartarse del horror que se desarrollaba bajo su luz repartida sin discriminación; ricos y pobres, buenos y malos, culpables e inocentes, no hay distinción para el astro vigilante de nuestras pesadillas. La luna lo sabe, siempre lo ha sabido.
En aquella escarpada colina, el viento sacudía con furia los recios pinos buscando arrancarlos de raíz, estremeciendo el suelo alrededor, no quedaba bestia en tierra fuera de su guarida, la fauna del aire no se dejó ver desde temprana hora del día. No era para menos, las plumas gélidas se encajaban en la piel cual agujas de vudú volviendo el ambiente irrespirable, comprobado lo tenía Elba Higuera, quien subía la cuesta con dificultad.
Ataviada con largo vestido ennegrecido por la maleza y el fango caminaba presurosa, tanto como le permitían las piernas y los pulmones que ya clamaban piedad; habría deseado tener tiempo de ponerse calzado a pesar que el dolor no superaba al miedo que la invadía, la maraña de cabello apelmazado sobre el rostro juvenil le cegaba a momentos, habría errado el camino si no fuese por el resplandor tras de sí que la empujaba cada vez más adentro del bosque.
Horas antes, su cuerpo fue conducto para traer vida a este mundo, sin embargo no fue bien recibido por los costumbristas habitantes del pueblo Mazorca, quienes se negaron a darle el visto bueno a una mujer impura quien fue preñada sin matrimonio de por medio. A pesar de ser rechazada por sus ascendientes no fue suficiente, no para ella, quien contó con la mala fortuna de parir bajo la enorme luna de sangre en pleno mes de octubre. Salvo la partera de la comunidad, nadie más se prestó a auxiliar a la menor de los Higuera.
En sus brazos cargaba un bulto envuelto en sarapes, lo que impedía el braceo natural ralentizando sus pasos, cada vez más cercanos a la marea de antorchas, las voces de a poco emergieron sobre el bullicio de la flora violentada por el viento, gritos desde el cielo reclamaron su alma al tiempo que alumbraban su entorno, proyectando caprichosas formas de otros mundos, enormes garras buscando descarnar sus huesos; quizá lo harían, pero no era su propia seguridad lo que la consternaba.
Tras agotar sus fuerzas restantes en no desfallecer a merced de sus persecutores, llegó a lo que parecía ser la orilla del mundo mismo, un claro flanqueado por un desfiladero tan profundo que de solo mirarlo sintió que la engullía, no sin antes pasar por esos enormes colmillos de roca sólida y filosa. Al frente de este, una pendiente pronunciada igual de infranqueable le cerraba el paso, las estrías de la antigua Sierra Madre le tenían acorralada.
Cual si fuera presa herida, se dispuso guarecerse en el recoveco más alejado de la cacofonía que ya se dibujaba por entre la densa población de coníferas, quienes traían consigo el fanatismo de las buenas costumbres, las plantas pesadas se sentían en las rocas a pesar de su dureza minimizando su espíritu junto con su cuerpo que abrigó a sí mismo, solo entonces dio fe del frío que se respiraba, "no por mucho tiempo", pensó.
Al frente de ese jurado empírico, avanzó hinchada de soberbia la líder moral de la comunidad, Doña Josefa Villa de Andaluz, cacique del pueblo que a sus casi 50 años no perdía vitalidad para seguir el paso del resto de persecutores. Enfundada en finas ropas de importación, bien almidonadas, cabello recogido salvo los rebeldes por el viento, su rostro severo jamás había lucido sonrisa a decir de los habitantes del lugar, su estatura semejaba un gigante visto desde la perspectiva de la joven Higuera.
-¡Ese bastardo es el Diablo!- sentenció sin miramientos Doña Josefa apenas la tuvo a la vista- ¡no puede estar entre nosotros!
El llanto brotó confundiéndose con la bruma, mas no era un llanto de tristeza o miedo, sino que aquellas lágrimas estaban cargadas de un odio, en correspondencia por su pequeño varón desvalido para regresar tan profundo sentimiento hacia aquella despreciable mujer. Tragó con dificultad echando atrás la cabeza mientras cerraba los ojos; al recuperar la vista, un hueco entre las nubes reveló una curiosa luna carmesí observándole, simbolismo de todo lo malo que pueda ocurrir, esta gente lo creía, por eso estaba aquí.
-¡Yo descansaré esta noche- gruño una vez recuperó la voz- pero tú no podrás descansar nunca!
En un ágil movimiento brincó al vacío, perdiéndose en la profundidad de la noche, donde nunca nadie podría hacerle daño jamás, tal como lo supuso, fue tragada de un solo bocado, sin generar ruido siquiera de las fauces de la noche destrozando sus huesos, su imagen femenina alada entregándose al viento quedó en la memoria de los habitantes de Mazorca, quienes relataron leyendas durante siglos.
Esos cazadores de inocentes quisieron acercarse a la orilla para saciar su curiosidad, pero la culpa les volvió los pies de plomo, todos eran empleados de la familia Villa, de no acudir a la turba tras de Doña Josefa serían despedidos en el mejor de los casos. Un silencio profundo invadió la noche, gobernada por la siniestra luna roja que transformaba las facciones de cada uno en demoníacos seres, ninguno se atrevió a mirar su compañero de lado, su presencia era indigna.
El azote desde el cielo reventó un macizo tronco repartiendo astillas a los presentes, apenas acertaron a cubrirse cuando un enorme alud se abalanzó sobre ellos, una enorme osamenta pétrea cobró vida tendiendo sus enormes manos, en reclamo de las almas perdidas de los pecadores presentes, devorando los uno a uno, salvo los más ágiles en carrera y curiosamente, a Doña Josefa quien, tras el incidente, dejó de aparecer en público.
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Editado: 12.07.2020