La Maldición de la Luna de Sangre

Josefa Villa

Grande es el poder del miedo que debilita el espíritu de la razón, volviéndonos tendenciosos a sugestionarnos, nublando con ello los sentidos, esquivos a ver lo que es, y procurando advertir lo peor en un afán de preservar nuestra vida misma. Está en nuestra naturaleza, es ese instinto de preservación de la especie que nos impide bajar la guardia en momentos de extrema tensión. 

Nada más alejado de la verdad para este particular caso, entre un pequeño claro de hierba me topé de frente a la dulce Ana Higuera, poseedora del mismo apellido que aquella mártir que derivó en la maldición de este poblado; acompañándola el joven Maciel Villa, hijo del cacique del lugar, explotador implacable de las clases bajas y ahora también en planes de vender los recursos de ese gigante llamado Monte Mazorca.

Podría jurar que pecaban de lujuria en el momento mismo en que cruzamos gritos, sin embargo ambos estaban vestidos y únicamente el varón tomaba con su diestra la mano contraria de la mujer, la zurda la descansaba sobre el vientre de lo que deducí, era su amada. Ambos se sorprendieron tanto como yo al saberse descubiertos.

-¿Qué hace aquí señor Grant?- preguntó Maciel recuperando un poco el aliento.

-Fui a ver al brujo- respondí de inmediato intentando superar el susto-, está loco y no me aclaró nada.

La joven Higuera entró en la plática- ¿acaso está interesado en la maldición?, pensé que la gente de la ciudad no creía en eso.

-No creo- le devolví al instante apenado-, es qué...me invitó a merendar. ¿Ustedes qué hacen aquí?

Ambos se miraron delatando complicidad, sus actitudes no dejaban lugar a duda, tenían una relación clandestina que retaba el sistema de clases, claro era que si no fuera de esta manera no sería nunca, yo lo sabía muy bien, a pesar de pertenecer a una sociedad más abierta, el rico y el pobre rara vez formalizan su amor.

-No le diga a mi padre- suplicó Maciel

-Ni al mío- complemento Ana- la gente es tan cerrada que no nos permitiría mirarnos ni a escondidas.

Sus rostros juveniles, un poco más chicos que yo, me generaron empatía, cierto es que yo tenía un progenitor igual de severo y, hasta el día que me negué a estudiar derecho, nunca osé llevarle la contra. Se ganaron mi respeto con este simple acto de valor; ojalá hubiera actuado igual para con la dulce Elena.

-Nadie se va a enterar- les prometí con una sonrisa-, yo también quiero a alguien prohibido por la sociedad.

-¿Y cómo es que logran sobrellevar su amor?- cuestionó intrigado Maciel.

-Bueno es que, no sé lo he declarado, pero ella lo sabe.

Una mueca de desaprobación se dibujó en el rostro de Ana quien luego lo externó- el amor es una semilla, debe florecer o morir, no hay semillas eternas.

Sentí un reproche hecho a medida para mí, para desprenderme de la situación eché mano de una frase común entre éstos habitantes

-El tiempo no existe.

Aunque esta vez en tiempo para dialogar si se agotó, nuestras sonoras exclamaciones al sorprendernos entre sí habían llamado la atención de algunos vecinos cercanos, quienes nos alumbraron con algunas veladoras que muy poco rompían la gruesa capa de obscuridad imperante.

Sin embargo, una vez abandonada la maleza entramos en el sendero empedrado, donde a la luna le faltaba poco más que nada para volverse llena, alumbrando nuestros pasos, cuerpos y rostros. Una incredulidad mortecina nos observaba, más a ellos que a mí, por mi parte sólo representaba un forastero que partiría al renacer la mañana; pero de ellos, no era poco lo que se pudiera especular.

Antes de separar nuestros caminos, Maciel le entregó en mano una aguja a Ana, diciéndole: "ya casi es luna llena, debes llevar algo metálico a la altura del vientre".

Recordé esa absurda tradición de colocarse un alfiler o algo similar durante el embarazo, en qué cabeza cabe esa salvajez, creer que los rayos lunares afectan al feto, no hay estudio científico que compruebe semejante doctrina que se acepta entre la masa ignorante sin cuestionar su validez...espera un momento...¡está embarazada!

Al llegar al acceso de la hacienda ya nos esperaba don Manuel Villa, más enojado que preocupado por la nocturna salida de Maciel, antes de preguntar nada comenzó su letanía.

-¿Sigues saliendo sin avisar?- hablo con retórica severa-, no tienes nada que hacer con esa gente

-Perdón papá es que yo...

Antes de terminar su disculpa se paró en seco, de la mano de Don Manuel se distendió un látigo de corta longitud, de esos para arriar a los animales, no hubo necesidad de explicaciones, los castigos corporales eran aún común en este viejo poblado.

-Fue mi culpa Don Manuel-, me adelanté un paso colocándome entre los dos-, usted me dijo que acudiera con el brujo del pueblo y Maciel me llevó.

Tras una pausa prolongada preguntó- ¿averiguó algo?

-La verdad no, solo que el tiempo no existe.

Una fría mirada buscaba un ápice de mentira en mí, la cual no se develó, tras unos instantes en silencio absoluto se dio la espalda sin decir palabra alguna, tras lo cual Maciel me agradeció en un susurro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.