La desesperación surcó el rostro juvenil de Maciel, que se contorsionaba al son de sus emociones; muy cerca de donde nos encontrábamos se desarrollaba el siniestro ritual improvisado de gritos y consignas agrestes, todas buscando contagiar al resto de los pueblerinos para entregar en sacrificio a la joven Higuera y finiquitar la centenaria maldición que los aqueja.
-Ayúdeme a hacer algo señor Grant- me demandó el chico-, es mi pareja y espera a mi bebé.
Permanecí mudo ante tal petición, nunca me consideré el más valiente, y en esta ocasión las circunstancias claramente me rebasaban, ya que se no se trataba de colegiales de mi edad jugándome bromas hirientes, sino un nutrido grupo de pobladores con total determinación de matar en nombre de su libertad, armados con herramientas propias del campo.
Respiré hondo llevándome las manos al cabello, queriendo desaparecer en ese mismo momento y reaparecer en la comodidad de mi hogar, bajo el abrigo de la civilidad, donde todo tiene sentido, sin viajes oníricos, pausas en el tiempo, gente loca hablando de maldiciones y lunas que dan vida a los montes.
Luego recordé que la partera recién me había dado un papel que parecía pergamino por lo viejo de su aspecto, lo tomé por inercia, más por distraerme de la situación que alguna otra cosa, quebradizo hasta el punto de desdoblarlo con suma cautela, tratando de no diluir la tinta con lo húmedo de mis manos.
Se trataba de una carta fechada en el año 17xx, los últimos dos dígitos eran ilegibles, así como parte de su contenido, pero no impedía dar a entender la idea por el contexto de la misiva. Tras releerla permanecí absorto digiriendo las palabras, mientras cascadas escurrían de mi rostro, olvidé los riesgos en los que me encontraba y tras una amplia bocanada acuosa y fría lancé algunas órdenes.
-Debemos rescatar a Ana, ¿donde se encuentra?
-Debe estar en el corral de su abuelo- respondió sin solicitar explicaciones-, ahí se esconde cuando no soporta a su familia.
-Hay ir por ella, llévame allá.
Sacó de su bolsa un par de llaves con una enorme H en el llavero, lo seguí sin comprender hasta el momento de que se trataba, pero una conexión indescriptible nos unió en la misma misión. Abordamos cada quien una cuatrimoto, apenas recordaba como encenderla por una excursión durante mi adolescencia, pero pronto estábamos en marcha en busca de la menor de los Higuera.
Aun y cuando procuramos no ser notados por el grueso de los alborotadores, una parte de ellos advirtió nuestra presencia, particularmente a Maciel, que para entonces ya estaba etiquetado como el causante de que las clases se unieran y por tanto, se le tenía como gestor de la continuación de esa leyenda tan aborrecida; no tardaron en seguir nuestras huellas hasta un amplio corral muy cerca de las faldas del Monte Mazorca.
-¡Ana!- se anunció Maciel apenas detuvo la marcha a la entrada del granero
-¡Maciel!- fue correspondido con trémula voz femenina.
Tras de ellos vigilaba el curso de las antorchas, resplandecientes todas a pesar del chispeo constante del cielo obscuro, la marea escarlata se aproximaba con determinación, esa determinación que al menos a mí me faltaba, pero que me fue contagiada por lo juvenil pareja quienes en ese momento se fundían en un abrazo de amor.
-¿Cómo tomó las cosas tu padre?- escuché decir a Ana.
-No pude verlo- respondió Maciel-, en cuanto supe del alboroto salí pensando que se trataba de ti.
No podremos salir- interrumpí a los enamorados en un arranque de locura-, nos cerraron el camino, pero quizá pueda distraerlos para que huyan al Monte y se escondan en lo que se enfrían las cosas.
Me arrepentí enseguida de mis dichos esperanzado en que un milagro se le ocurriría a mis compañeros de infortunio; no fue así. Montados ellos en una de las cuatrimotos apuntaron a la salida trasera del granero, con luces y motor apagado, no tuve más remedio que cumplir con mi palabra y lanzarme a la multitud en un intento por disuadirlos.
Colina abajo el bólido se convirtió en una saeta incontrolable por el piso fangoso, los revoltosos se ampliaban con cada vuelta de rueda, a su vez que empequeñecía mi determinación al saberme vulnerable ante la marea rabiosa que no retrocedía ni un metro ante mi eventual embestida, contrario a ello, se compactaron en el punto en el que debería de impactarlos.
A escasos cincuenta metros de llegar a la primera línea de atacantes, mi naturaleza timorata salió a flote y giré el manubrio para sacarle la vuelta a mi segura perdición, haciendo que su atención se fijara en mi, ganando con ello valiosos segundos para que colina arriba se alejaran la joven pareja. Una vez notaron de quien se trataba, la mancha de furia que rompía la solemne noche siguió su camino cuesta arriba en persecución demente, tal parece que nada los detendrá; pensé.
Des anduve mi camino y volví a rodear el contingente para alcanzar a los enamorados, sin pensar en alguna solución concreta de momento, pero con la obligación conferida por Maciel al darme la confianza de pedir mi ayuda. Por otro lado, el contenido de la carta revelaba algunas respuestas que concluían en mi responsabilidad para con esta gente, dados los eventos recientes, pocas dudas me restaban sobre la veracidad de la Maldición.
El camino se inclinaba de manera exponencial dificultando seguir sobre la cuatrimoto, apenas tome algunos cientos de metros de ventaja con respecto a mis perseguidores más adelantados y tuve a la vista el par de siluetas que descendían del otro automotor, para emprender el camino a pie donde me les uní generando un sobresalto en sus actitudes.
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Editado: 12.07.2020