La Maldición de la Luna de Sangre

Gólem

La lluvia arreció a la par del viento que nos escupía plumas de nieve en la cara, sobre nosotros se abrió una fisura en el cielo dejando entrever la enorme luna llena de octubre, bañada en sangre de manera premonitoria a lo que ocurriría al abrigo de sus haces carmesí.

Las tres almas atemorizadas nos guarnecimos unos a otros, dando tímidos pasos atrás tanteando el final del suelo firme, luego el abismo insondable que nos llamaba a hundirnos en sus fauces oscuras, cual monstruo colosal buscando engullirnos de un solo bocado.

Frente a nosotros, una multitud de rostros desdibujados se mostraban deformes ante la irregular luz lunar, sus ojos inquisidores nos juzgaban de culpables por una maldición centenaria acaecida tres siglos antes de nuestro nacimiento, nada más injusto nos pudo ocurrir en esta vida, lo sabíamos y, al menos este servidor, lo acepté resignado.

Entonces ocurrió lo inimaginable, un terrible estruendo llegado desde el cielo transformó la noche en día por un instante, rompiendo las aberrantes intenciones de los pueblerinos, esto pudo ser momentáneo si no fuera por las consecuencias que esto trajo, y que hasta la fecha ponen a prueba mi sentido de la lógica, turbando mi mente al buscar explicar tal situación.

Un alud se dejó venir desde la parte más elevada del Monte Mazorca, haciendo a nuestros perseguidores retroceder un poco, esta inminente huida de convirtió en un juego de estatuas cuando advirtieron lo mismo que yo, a mis espaldas. Nada me preparo para digerir tal visión aún después de una estadía en este pueblo maldito.

Las enormes rocas, antes desprovistas de formas, se erigieron en una gigantesca mole de forma humanoide, a salvedad de lo desproporcionado de sus dimensiones. Lo que debieron ser sus manos, cual si fueran palmas con los dedos pegados, comenzaron a manotear muy cerca de los presentes, al grado de derriban algunos pinos.

Metros arriba, lo que parecía un tótem prehispánico ocupaba el lugar de la cabeza, pegada al torso de amplísimas dimensiones, todo lo anterior se alzó gracias a un par de piernas sumamente cortas para el resto del cuerpo, pero compensadas con la anchura de éstas, con seguridad para guardar el equilibrio por semejante tonelaje.

El crujir generado por las rocas, al desprenderse de su inicial posición, semejaba el sonido de un gruñido gutural de algún animal prehistórico, de acuerdo a la cultura popular de estos seres, con los ecos sonoros devueltos por la bóveda ennegrecida debido a las gruesas nubes, eclipsando incluso los gritos de terror de quienes antes desprendían bravura a caudales.

De entre todos se distinguió uno de ellos, quien arribó al momento mismo de esta inverosímil mutación en la naturaleza del Monte, montado en un equino de notoria finura quien relinchaba contagiado por el pavor de los presentes. Don Manuel Villa descendió de un salto digno de un jinete profesional y se adelantó como buscando hacer frente al gigante pétreo que amenazaba con repetir la masacre del día en que la maldición nació.

Estóico en su pose, no apartó la mirada de aquel ser surgido al amparo de la noche sobrenatural que vivimos esa vez, pareciera que tenía cita con el feroz Goliat quien, en lo que parecía ser una comunicación muda, puso freno a su marcha a distancia suficiente para aplastarlo de un golpe, no muy lejos de donde nos encontrábamos atestiguando sin dar crédito a lo sucedido.

Si el monstruo tuviese ojos, los tendría con toda seguridad fijos en el cacique del pueblo, el mayor de los Villa, quien extendió los brazos buscando inútilmente cubrir al total de la población presente en el lugar, o bien, cerrarle el paso a un Kong de rocas al que le bastaría un lance cercano para derribarlo con el resoplo del aire producido por este.

El juego de miradas terminó en el momento en que aquella grotesca forma alzó su mano para dirigirla Manuel Villa, el inminente azote pudo haber terminado con su vida al instante, si no fuera por un arranque de valor, o insensatez de mi parte, inyectado por un dato extraído de la carta que me diera la partera. Me interpuso en el camino con un sonoro "¡no!"

-Yo soy la sangre a derramar- arremetí con mis palabras al gigante-, tómame y acaba con la tortura de esta gente

Tras una breve cavilación, si es que tenía el don del raciocinio, levantó aún más alto su deforme extremidad derecha para aplastarnos a ambos con un solo zarpazo, cerré los ojos al tiempo de guardar la respiración...nada ocurrió.

Tras recuperar la visión, este críptico animal llacía inmóvil en posición sedente, ejecutando movimientos lentos para un humanoide de su tamaño, produciendo con esto leves crujidos desde lo que parecían ser sus articulaciones. Giró su cabeza con lentitud mecánica para perfilarla al lugar que ocupaban Ana y Maciel, y aún más lejos, detrás de ellos, donde una curiosa escena se revelaba.

Desde lo profundo del precipicio, una cálida luz crecía hasta iluminar por completo el escenario que ocupábanos, este resplandor tomó la forma de una fémina de rasgos finos, vestido antiguo y mirada dulce que me confundió de momento con mi madre, cientos de kilómetros lejos del lugar.

Al tocar el suelo, se deslizó sin necesidad de dar paso alguno; su traslado suave e irreal contrario a lo pensado no me generó temor alguno, ya que su aura era de luz, irradiaba paz, inocencia y bondad, supe que si se encontraba en el lugar era como intermediaria entre las fuerzas sobrenaturales y las maliciosas intenciones de los pobladores.




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