Antes de los acontecimientos actuales de la historia “El eco de las seis espadas”, esta narración nos remonta treinta años atrás, a un pequeño pueblo.
En una iglesia, una mujer estaba dando a luz. Varias monjas la asistían con premura hasta que, finalmente, trajo al mundo a dos gemelas.
Un sacerdote se acercó a la mujer exhausta, que yacía en la cama con el rostro bañado en sudor, pero con una sonrisa tenue. El sacerdote la miró con felicidad y le dijo:
—Lo hiciste bien, Verónica. Descansa un poco.
Ella, agotada pero con ternura en la voz, respondió:
—Estas son nuestras hijas, Mateo.
Sin embargo, entre los presentes comenzaron los murmullos:
—Debería darles vergüenza… ¿cómo una monja y un sacerdote pudieron tener este tipo de relación?
—La diosa Isabel debe estar decepcionada.
—Verónica y Mateo son unos pecadores, le fallaron a la diosa.
—¡Esas niñas son un pecado!
De pronto, un anciano alzó la voz con fuerza:
—¡Silencio! —gritó, visiblemente molesto—. Mateo y Verónica renunciaron a sus votos hacia la diosa Isabel, así que basta de acusaciones.
—Las niñas que nacen son siempre inocentes del acto de sus padres. ¡Debería darles vergüenza llamarlas “niñas del pecado”!
Mateo, conmovido por la defensa, solo pudo inclinar la cabeza y decir:
—Muchas gracias, sacerdote Hugo.
Unas monjas entraron portando unas piedras mágicas. El sacerdote Hugo tomó la palabra con voz firme:
—Muy bien, veamos qué elementos han heredado las niñas. Tal vez el del padre, que es viento, o el de la madre, que es fuego.
Con cuidado, colocó las piedras en las manos de las recién nacidas. Mateo observaba expectante, conteniendo la respiración.
De pronto, una luz blanca comenzó a emanar de las piedras, iluminando la sala con un resplandor puro.
El sacerdote Hugo quedó atónito. Sus ojos se abrieron con asombro mientras murmuraba:
—Esto… esto no es posible.
No habían heredado ni el viento ni el fuego.
Aquellas niñas poseían un elemento que solo una persona en toda la historia había tenido: el poder de la diosa Isabel.
De pronto, un hombre se levantó entre la multitud y gritó con furia:
—¡Esas niñas han robado el poder de la diosa Isabel! ¡La diosa nos maldecirá! ¡Condenarán a todo el pueblo! ¡Debemos matarlas!
El silencio se quebró con aquellas palabras cargadas de odio.
El sacerdote Hugo, lleno de indignación, alzó la voz con una fuerza que retumbó en la iglesia:
—¡Silencio, Leo! ¿Te das cuenta de la barbaridad que estás diciendo? ¡Hablas de condenar a dos niñas inocentes!
El eco de sus palabras resonó en las paredes del templo, imponiendo respeto y temor.
Hugo continuó hablando en voz alta, con la mirada encendida por la indignación:
—¿Acaso todos ustedes quieren mancharse las manos con la sangre de vidas inocentes? ¿Acaso han perdido su humanidad?
El silencio se apoderó de la sala. Todos comenzaron a mirarse entre sí, y poco a poco las miradas se dirigieron hacia Leo, cargadas de decepción.
Leo, con el rostro endurecido por la rabia, solo alcanzó a decir:
—Se arrepentirán de esto…
Y salió corriendo de la habitación, dejando tras de sí un aire pesado de tensión.
Las monjas entregaron entonces a las niñas a Verónica. Ella las recibió con ternura, y con una sonrisa fatigada susurró:
—Ustedes son mis niñas… y me aseguraré de que nadie les haga daño.
Mateo se acercó a ella con una cálida sonrisa, intentando aliviar el peso del momento:
—¿Ya pensaste en los nombres de nuestras hijas?
Verónica guardó silencio unos instantes, como si buscara en lo más profundo de su corazón. Finalmente, con voz firme y dulce, respondió:
—Ya sé qué nombres tendrán… Mireya y Minerva.
Mateo, al escuchar los nombres de Mireya y Minerva, sintió una felicidad inmensa que se reflejó en una sonrisa.
—Verónica, tú y mis hijas serán lo más importante de mi vida —dijo con ternura.
Al día siguiente, Mateo fue a ver al padre Hugo en su oficina. El sacerdote lo recibió con un gesto relajado.
—Pasa, Mateo, necesito hablar contigo —dijo con voz grave.
Mateo, serio, tomó asiento y escuchó con atención. Hugo, dejando atrás la calma inicial, habló con firmeza:
—Mateo, muchos en el pueblo tienen opiniones divididas. Algunos creen que las niñas son un pecado, que han robado el poder de la diosa Isabel.
Mateo apretó los puños con rabia contenida al escuchar aquello. A pesar de las palabras que Hugo había pronunciado en defensa de las recién nacidas, la gente seguía murmurando.
—Y otros —continuó Hugo con un suspiro— creen que son solo niñas, inocentes, que no deben ser juzgadas por el acto de sus padres.
Hubo un breve silencio antes de que el sacerdote añadiera:
—Sabes… hoy me nombraron obispo.
Mateo, sorprendido, sonrió con sinceridad.
—¡Felicidades, obispo Hugo!
Hugo lo miró con seriedad y asintió.
—Gracias, Mateo. Pero lo que quiero decirte es que, incluso aquí, en esta iglesia, muchos rechazan a las niñas. No comprenden el verdadero significado de su nacimiento… ni lo que implica que posean un poder que solo la diosa Isabel tuvo alguna vez.
Con ojos serios, Hugo miró fijamente a Mateo.
—Es por eso que…
Mateo lo interrumpió con voz firme:
—Quiere que me vaya junto con Verónica y las niñas, ¿no?
Hugo asintió, respondiendo con tono grave:
—Sí, pero no del modo que piensas. Quiero que te vayas a un lugar donde estén solo ustedes cuatro. Ya he conseguido para ti un empleo en una granja.
Mateo, sorprendido, frunció el ceño.
—¿Por qué me ofrece todo eso?
Hugo se inclinó hacia él, relajado, aunque con una sonrisa enigmática.
—Porque esas niñas son lo más cercano que tenemos a la diosa Isabel. Siento una gran curiosidad por sus poderes… quiero saber qué pueden hacer.