Un goteo, un pequeño sonido que ha de seguro era fácil de percibir siendo un elfo; ellos presenciaban las cosas de diferentes maneras pero no para mí quien solo después de la adrenalina lograba aquellas hazañas.
El calabozo, los calabozos, una pesadilla en carne para cualquiera, si, era desagradable pero no por el hecho de el olor a carne quemada, a orina o sudor agrio sino por algo mal en el lugar. Quizá fuese un poco el olor a la sangre, ese metálico salado o quizá fuese el hedor del encierro, pero habían muchos secretos que gritaban cosas negativas ahí. El calabozo era el peor lugar en la Corte de Verano, destinado a los traidores, a las mujeres u hombres que decidían intimar con los humanos al contarles nuestro secreto, el secreto de nuestra existencia; a los atacantes de la corona y en el peor de los casos, aquel que mataba por placer, que no era tan raro si se vivía mucho tiempo sin un compañero.
El calabozo, el peor lugar en los reinos no por las torturas que pasabas ahí, sino, por el hierro, si, aquello que era capaz de enfermar y matar a las criaturas mágicas. Su veneno.
Claro que, al ser una humana no me afecta, así como al humano frente a mí. Con la espalda sudorosa pegada a la pared, con las muñecas encadenadas, en aquel sucio lugar.
Aun me parecía extraño las runas que protegían a las criaturas mágicas del hierro, criaturas que no posean “colgantes”, claro que, eran difíciles de hacer y duraban muy poco tiempo, casi veinte minutos mientras que el máximo tiempo que vivían los prisioneros aquí abajo era una semana a lo mucho. Era curioso ver a un cansado hombre sin la piel abriéndose por el metal, sin los gritos de agonía o el olor a la carne quemada sino brevemente con el cansancio marcado en el rostro.
Había llegado hace apenas unos minutos y no podía apartar mi mirada de él. Sus orejas redondas, con algunas pecas en la piel y los surcos que marcaban su ceño, su boca y mejillas. No estaba triste por él, solo realmente curiosa. No estaba cómoda, estaba parcialmente intrigada porque yo podría haber sido la prisionera en otras circunstancias y por lo contrario sabía que no me lo merecería realmente.
– ¿Qué quieres? – gruño. Era un humano y era increíble lo común que lucía en sí, hasta, feo, si ese era el término que buscaba. ¿Yo también era fea? ¿O era común?, habían cosas que por su culpa no podía evitar preguntarme.
– ¿Realmente cuál es tu propósito? – pregunte curiosa. Ya había sido interrogado por lo que no había mucha diferencia en que lo supiera yo y, como a los guardias les importaba poco que una humana así fuese su princesa y entrara en el calabozo por su propia cuenta, me dejaron hacerlo.
– ¿Por qué les preocupa? De todas maneras, que son esas cosas, al menos tu pareces humana – cerré los ojos incomoda.
– Porque esta tierra no se puede vender – respondí a su pregunta – porque esta tierra le pertenece al rey Magnus D. Soliere, conquistador de…
– Si, ustedes raros hablando de reyes y reinos.
– Tu castigo no será grave – suspire – Tú debes de estar agradecido – me puse derecha fingiendo confianza pero no me sentía orgullosa de mostrar algún título siendo también una humana.
– ¿Me dejaran ir?
– Si – y le borrarían la memoria, manipularían su voluntad y le darían el poder de manipular a los otros humanos con solo la voz de ese hombre como intermediaria. Había sido decisión de los reyes y al parecer la mortalidad del hombre estaba consumiéndose por sí misma. Él no les valía a ningún elfo – nunca vuelvas, humano.
No le había preguntado su nombre y me sentí mal al llamarlo humano de forma despectiva pero sabía que también me lo decía a mí misma. Estos días mi cerebro corría.
Al salir de ese lugar los guardias, las boinas negras, seres, no, más exacto, criaturas creadas por el poder de mi padre, con armaduras negras y sin voluntad propia, como las sombras de los elfos, se inclinaron reverenciándome, o al menos ellos hacían eso, ridículo.
Esta noche, luna llena, hoy empezaba la semana de la cosecha, una semana en la que según te contaban las ninfas, todo ser en el mundo podía enamorarse y encontrar a la pareja perfecta. Una luna llena que el día de ayer podía haber sido un menguante o una luna nueva. De todas maneras la luna siempre se volvía en luna llena cuando comenzaba el día de la cosecha.
Los condes y duques de las altas casas habían llegado la noche pasada a palacio y fue peculiarmente caótico, imagino que ya se sentirían como reyes dando órdenes, pero lo que en verdad me molestaba era que los sirvientes decidieran obedecerlos o algunos esclavos humanos que trataban de esconder, esclavos que en su mayoría eran guapos.
Mi padre mando a llamar a la hora de la cena, un banquete decorado con pixis que servían los platos más deliciosos moviéndose por la mesa de manera experta.
El duque de Farón fue tan atrevido como para tomar la mano de la futura heredera a corona fingiendo jugar con ella como si no representase lo que él quería que hiciera. El príncipe de las tierras lejanas de la Corte del Verano, quien decidió terminarse toda la reserva de vino “afrodita” de mi madre. El pequeño conde Hyme, que apenas llegaba a la talla de mi hermana sin tacos, no dejaba de contar historias, sonriendo de manera forzada, bueno, con él en peculiar pensé que sería perfecto para el papel de bufón real pero, esas cosas eran de humanos.