Despeinada, como siempre cuando se acababa de levantar, salió al balcón a recibir los primeros rayos del Sol de la mañana. Era otro día espléndido. Se vistió rápido; eligió un conjunto de color morado bastante holgado y cómodo que no le impidiera jugar y moverse con agilidad.
Bajó las escaleras de dos en dos, casi rozando los escalones a cada pisada. Fue a la cocina, cogió un par de manzanas, las metió en su zurrón y atravesó el pasillo en un abrir y cerrar de ojos. Salió al exterior y cerró la puerta con cuidado, esperando que sus padres no la hubieran escuchado.
Corrió calle abajo entre casas de piedra y madera, siguiendo el camino marcado en la tierra. Varias voces la saludaron y ella respondió con una sonrisa, sin detenerse.
Dejó a un lado el camino y, a pesar de que sus padres siempre le recordaban que no lo hiciera, se adentró en el bosque que rodeaba a la aldea. Los rayos de sol penetraban sutilmente el entretejido que las copas de los árboles creaban sobre su cabeza, salpicando a las flores con color y luminosidad.
Se descalzó para sentir la humedad del suelo del bosque en la planta de sus pies. Pudo ver mariposas revoloteando y ardillas saltando de árbol en árbol; y escuchó el canto de algunos pájaros a los que no le costó identificar. Silbó algunas notas mirando hacia los árboles y pudo sentir como algunos de ellos le contestaban o, al menos, eso quería pensar.
Siguió adentrándose entre los árboles y llegó al gran tocón que había visto arder años atrás. Unos metros más adelante llegó al río, pero él, como siempre, llegaba tarde. Se encogió de hombros, resignada, y se acercó a la orilla. ¿Habría algún sapo? Agudizó el oído y pudo escuchar el croar de uno de ellos un poco más allá. Quizá, esta vez, sería la definitiva y, por fin, se convertiría en príncipe si lo besaba, a pesar de que, en sus doce años de vida, eso nunca había pasado. Logró verlo junto a unas rocas altas a las que se acercó agazapada.
—Sapito bonito, ven que te dé un besito —dijo mientras se ponía de puntillas para alcanzarlo.
—¡Eva!¡Ese tampoco se va a convertir en príncipe! —gritó una voz a su espalda.
Estaba tan concentrada en atraparlo que aquel grito la asustó tanto que resbaló y cayó de bruces en la orilla. Él, primero, se rio de su torpeza y de verla mojada y enfadada; después, le sonrió con dulzura y le ofreció su mano para ayudarla.
—¡Elíseo! ¡Siempre igual! ¡Te he dicho mil veces que no me gusta que me asustes! —protestó agarrando su mano y volviendo a ponerse de pie—. Eres más tonto.
Entonces le dio un codazo cariñoso en las costillas, le sacó la lengua y se escurrió el pelo haciendo todo lo posible por mojarlo.
—Anda, toma— añadió ofreciéndole una de las manzanas que había metido en el zurrón.
Editado: 15.08.2025