La maldición de las hadas

Prólogo. Se haga olvido el recuerdo.

Bajo el cielo de plata, al amparo de la Luna de Hielo, Biblis alzó el vuelo. El silencio y la oscuridad se hicieron añicos. El sonido de sus alas azules al moverse se asimilaba al de cien tornados que se batían en duelo y el brillo que vestían sus ojos irradiaba todo el poder de la magia en sí mismo.

El ejército coreaba su nombre al unísono y se dejaba llevar por cánticos y danzas de victoria sobre los cuerpos del enemigo caído. Bebieron de la sangre oscura que aún brotaba cálida de los cadáveres, pues en ella ardía el recuerdo de la batalla y la furia de los vencidos. Y empaparon su ropa, sus cuerpos y sus alas con aquel líquido ahora maldito.

A cada lado de La Reina de las Hadas surgieron nuevas luces que comenzaron a tomar formas femeninas. Las Sucesoras se unieron a la danza: Alvyna, cuyo cabello refulgía como mil fuegos encendidos; Caelia, disfrazada de inocencia y dulzura; Edromae, embajadora de la paz y la calma; y Roamie, hija de la lágrima y la oscuridad.

—¡Hoy se saldará la deuda! —clamó Biblis al cielo— ¡Aquella que osó traicionarnos y que nos ocultó la aberración que fue fruto de su vientre hoy será ejecutada! ¡Y, con ella, los que fueron sus cómplices, esos sucios nómadas descarados que se atrevieron a entrar en nuestro mundo, serán malditos para toda la eternidad!

Drikae, que hasta entonces también había formado parte del grupo de Las Sucesoras, apareció encadenada a una estaca sobre una cama de mijo y heno, flanqueada por Chloe y Nusae, las dos guardianas, ataviadas de armadura y capa rosa. Biblis voló hacia ella con furia y le arrancó varios jirones de la piel de su rostro con las uñas. Lamió la sangre que corría por sus dedos y sonrió a la traidora con pasional frialdad, clavando sus ojos azules en los de ella.

—¡Desnudadla! —ordenó a las guardianas.

Chloe y Nusae, llevadas por su inquebrantable lealtad, rasgaron sus vestiduras y la colmaron de vergüenza al exponerla ante la atenta mirada del ejército y de los prisioneros, donde Kavi, su amante, era obligado a mirar.

—¡No apartes la mirada, nauseabundo engendro! ¡Quiero que la veas arder con tus propios ojos! —gritó Biblis agarrándolo del cabello—. ¡Alvyna, fuego! ¡Que arda por su traición!

—Lo siento —susurró el hada pelirroja al acercarse a Drikae—. Sabes que no tengo elección.

—Lo sé, hermana —dijo con un hilo de voz—. Que sea rápido, por favor.

La mirada de Drikae reflejaba el más puro horror. Las lágrimas le escocían en las heridas que Biblis acababa de hacerle. Las manos de Alvyna se encendieron. Cerró los ojos. Dos lenguas de fuego cayeron sobre el lecho inflamable y, en cuestión de segundos, Drikae se convirtió en polvo y leyenda.

Biblis gritó de puro placer mientras seguía sujetando a Kavi. El dolor de su alma le revolvió las entrañas y vomitó sobre la reina. Ella respondió con un puntapié en las costillas que lo hizo caer de costado y entrecerrar los ojos.

La Reina de las Hadas alzó el vuelo, levantó los brazos y, de sus dedos, dos rayos de luz celeste chispearon contra la bóveda de plata. Habló con voz marchita.

«Que el verso clave en el alma

la voz de los que murieron

y, cuando amanezca el día,

se haga olvido el recuerdo».



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En el texto hay: cuentos, hadas, fantasia juvenil

Editado: 11.09.2025

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