Posó los pies, escuchó un pequeño crujido y no supo si eran sus tobillos, sus rodillas o la maltratada madera del suelo de su hogar. Aun así, arrugando la barbilla y la frente, sonrió y se dio los buenos días en silencio.
Se levantó despacio, apoyando la base de su bastón de roble. Se aseó, se alisó la larga y canosa barba y se vistió con una túnica de harpillera no demasiado desgastada.
Hizo unos chasquidos con la lengua en el paladar y la pequeña Maya salió de uno de los boquetes que había en la pared. Con esfuerzo, se agachó y le acercó su mano. La pequeña rata albina de ojos azules olisqueó sus dedos y, reconociéndolo, corrió brazo arriba hasta su hombro. Dio un pequeño mordisquito en la oreja del anciano, que inclinó la cabeza en un gesto cariñoso, y se deslizó túnica abajo hacia uno de los bolsillos.
El hombre abrió la despensa y cogió un trozo de pan de hacía unos días que aún no tenía demasiado moho y un pedazo de queso que, por ahora, seguía oliendo mejor que sus pies. Dio un bocado al pan y otro al queso y los dejó en su bolsillo para que Maya también pudiera desayunar.
Puso algunos de sus pergaminos bajo el brazo y apoyándose con la mano derecha en su bastón se dirigió hacia la puerta.
Hacía rato que había amanecido y la suave brisa, los rayos del sol, el calor del ambiente y las voces del mercado del pueblo se colaron una detrás detrás de otra por el umbral.
—Buenos días, señor Hermes— dijo una voz grave que reconoció de inmediato.
—Buenos días, Elián— respondió Hermes al jardinero, que llevaba varios ramilletes de flores en su camino hacia el mercado.
Hermes cerró la puerta dando, sin querer, un fuerte golpe que hizo ladrar a algunos perros que, hasta ese momento, habían estado peleándose por un hueso de pollo. Dio dos vueltas a la llave y la dejó a buen recaudo en el bolsillo libre de su túnica. Pausadamente, mientras sentía el rumor de la hojarasca bajo sus botas caminó siguiendo su rutina diaria.
Llegó al mercado y saludó, uno a uno, a todos los comerciantes, amigos y conocidos que encontró. Siempre había sido tan querido que no podía dar tres pasos seguidos sin que alguna que otra persona se hubiese detenido a darle los buenos días, preguntarle cómo estaba o interesarse por sus necesidades. Algunos de sus congéneres le regalaron algo de fruta y pescado del día.
Nadie era capaz de recordar cuándo había llegado a la aldea, ni siquiera los más viejos del lugar, era como si siempre hubiera vivido allí y todos sentían una profunda admiración por él.
Sin embargo, lo que más feliz le hacía, y que le hacía volver a sentirse joven por unos instantes, era escuchar las voces infantiles que, acompañadas de sonrisas melladas, gritaban:
—¡Ya está aquí el Señor Hermes!
—¡Vamos!
—¿Puedo, mamá?
—¿Qué sorpresa nos traerá hoy?
Así, desde que entraba al mercado y por el camino que recorría todo el pueblo, niños, niñas y adolescentes iban a su alrededor sin dejar de hablarle y de cuchichear entre ellos, saltando, brincando, corriendo a su lado, llenos de ilusión y curiosidad y con sus ojos refulgentes de inocencia y nerviosismo. Avanzaron por todo el pueblo hasta llegar al lugar donde se creaba la magia.
El cuentacuentos, seguido por su séquito, llegó a la laguna. Era un pequeño claro del bosque bañado por la sombra de los altos árboles que la rodeaban en la que el canto de los pájaros se mezclaba con el silbido del viento, que hacía danzar suavemente a las flores y los juncos que nacían entre el agua y la tierra.
Allí estaban ellos, como cada día, fieles a su cita con los cuentos, a cada lado de la roca en la que él solía sentarse: la chica juguetona de cabello rosa y ojos violeta y el jovial chico de cabello rubio y ojos azules. Ellos, en los doce y trece años que hacía que los conocía, nunca se habían perdido sus historias.
Editado: 22.08.2025