La maldición de las hadas.

Capítulo 3. Yo creo en las hadas

—Las historias de hoy han sido maravillosa, señor Hermes —dijo Elíseo mientras le ayudaba a recoger los pergaminos.

—¡Sí! ¡Ha sido tan romántico el momento del beso! —añadió Eva con los ojos vidriosos mientras jugueteaba con Maya—. ¿Verdad que sí, ratita preciosa? Seguro que tú también tienes algún novio «ratito» por ahí.

—Siempre con los besos, Eva. ¡Estás obsesionada!

—¡Calla, tonto! —contestó con fingido enfado haciéndole una mueca. —¡Claro! ¡Cómo a ti no te quiere besar nadie! ¡Envidia es lo que tienes!

—¡Oh, sí! ¡Quién fuera sapo para poder probar tu boquita de fresa, «Evita!»

—¡Que no me llames «Evita»!

Hermes, aun sentado en la roca, los miraba y sonreía, recordando los buenos tiempos de su juventud. Los últimos niños del séquito se fueron despidiendo del cuentacuentos y solo quedaron ellos tres.

—Siempre estáis igual, chicos. Elíseo, deja que Eva le dé besos a los sapos si ella quiere, que no le hace ningún daño. Eva, tú no le hagas caso, que ya madurará y querrá besos también él.

Eva, con sonrisa triunfante, le dio un abrazo al cuentacuentos, que besó su frente con cariño.

—Luego te veo en la plaza, «Eli».

—¡No, yo con «besa sapos» no voy a ninguna parte, «Evita»!

—¡Yo también te quiero! —dijo dándole un puñetazo juguetón en el hombro para salir brincando por el camino de vuelta a la aldea.

—Se te cae la baba, «Eli» —dijo Hermes haciendo énfasis en el diminutivo con el que Eva llamaba a Elíseo, imitando el tono de voz de la chica.

—¿A mí? ¿La baba? ¿Por qué? —preguntó Elíseo confundido— Y no me llame usted también «Eli», por favor, señor Hermes.

—Ja, ja, ja. No te preocupes, «Eli» —dijo el cuentacuentos con sorna, eso es privilegio de «tu Evita».

—No es «mi» «Evita»… es «Evita» y ya está… no es nada mío…

—¡Ay, joven Elíseo! Te queda tanto por aprender y por crecer. Por favor, ayúdame a levantarme.

Se alejaron de la laguna y llegaron a casa de Hermes. Aquella cabaña hacía mucho tiempo que había pasado por su mejor momento y Elíseo se preguntaba a menudo cómo era posible que siguiera en pie. La puerta se quejó ostensiblemente cuando Hermes la empujó para entrar. Elíseo colocó los pergaminos en la estantería correspondiente y ayudó a Hermes a guardar los regalos que le hicieron en el mercado.

—¿Usted cree en las hadas, señor Hermes?

—Me has preguntado eso muchas veces, Elíseo.

—Sí, lo sé. Y usted siempre me ha dicho que cree en ellas, pero a lo mejor está mintiendo solo para contar sus historias. Yo, a veces, tengo dudas. Siempre había creído en ellas y me siguen fascinando, pero no sé si creo como creía antes. ¿Son reales? ¿Por qué no podemos verlas? ¿Dónde están? ¿Usted qué piensa, señor Hermes? ¿De verdad cree que existen?

—¡Ay, Elíseo! Estás creciendo, sí. Pero crecer y creer no están reñidos. ¿No crees que hay magia en el «cricriar» de los grillos en las noches estrelladas? ¿No crees que el rumor del agua que puede calmar el llanto de los bebés es mágico? ¿No hay algo inexplicable en las luces del atardecer? ¿No es pura fantasía el vuelo de las aves sobre nuestras cabezas? —relató Hermes mientras Elíseo asentía con atención—. ¿Y la lluvia, joven Elíseo? ¿Y la brisa? Nuestra misma laguna y cómo se asienta en las afueras de la aldea, acompañándonos en cada momento, es algo inexplicable y que, sin embargo, está ahí. Pues lo mismo pasa con las hadas, zascandil, que, aunque no las podamos ver, están allí donde queremos y deseamos imaginarlas.

—Entonces, ¿sí cree? ¿Cree de verdad?

—¡Claro, Elíseo!

—¿No soy muy mayor para seguir creyendo en ellas? Es lo que siempre dice mi padre.

—¿Cuántos años tengo yo Elíseo? No, no. No digas nada —interrumpió el cuentacuentos al chico cuando lo vio hacer cálculos mentales—. Soy de los más viejos de la aldea y siempre he creído, creo y creeré en ellas. Y ahora, marcha a casa, que te deben estar esperando.

—Gracias, señor Hermes —respondió Elíseo con una gran sonrisa sincera.

Volvió a casa mirando a todas partes, queriendo imaginar a las hadas coloreando las flores del camino, enseñando a cantar a los pájaros y danzando junto a las estrellas cada noche.

Entró y saludó a su madre, que le dijo que podía ir a su habitación a relajarse, que hoy no necesitaba que le hiciera ningún recado. Subió las escaleras y se descalzó, se acercó a su escritorio, sacó un cuaderno y un lápiz y estuvo dibujando hadas durante varias horas.

—Quizá esta se parece mucho a «Evita», ¿no? —se dijo a sí mismo después de dibujar la última.

Garabateó encima de aquel dibujo y sacudió la cabeza para apartar esos pensamientos y volver a las hadas. Definitivamente, si Hermes estaba tan seguro de que las hadas existían, tendrían que existir de verdad. Pero, ¿dónde estaban? ¿Cómo podría verlas?

Siguió dibujando y pensando en ellas hasta que su madre, escaleras abajo, lo llamó para comer. Había estado tan concentrado en su tarea que no se había percatado del delicioso aroma a pastel de piel de patata y pan de limón con semillas de amapola que su madre había preparado.



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En el texto hay: cuentos, hadas, fantasia juvenil

Editado: 22.08.2025

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