—¿Esta por qué está tachada? —preguntó Eva sosteniendo la libreta de Elíseo.
—No sé, no me gustó cómo me había quedado —respondió tratando de evitar ruborizarse.
—¡Ay, Eli! ¿Te va a dar vergüenza? ¿En serio? Dibujas genial. No tienes que avergonzarte por una que no te haya salido bien —añadió sonriendo con ternura—. De verdad, creo que podrías dedicarte a esto cuando crezcas. Serías el mejor ilustrador del mundo.
—Sí, si a mí me encantaría —dijo con resignación—, pero mi padre quiere que sea leñador, como él. Dice que es algo mucho más útil, que tengo que convertirme en un hombre de provecho.
—¿Le has enseñado los dibujos? Seguro que si los viera le encantarían y te entendería.
—No, Eva. Ya sabes que tú eres la única a la que le enseño mi cuaderno.
—Mira, Eli. El sol está empezando a caer. ¡Te echo una carrera hasta lo alto de la torre del reloj!
—¡Eh, tramposa! —gritó Elíseo al ver que Eva echaba a correr—. ¡Que no estaba preparado! ¡Cómo te coja!
Fue tras ella tan rápido como le permitieron sus pies, tratando de no perderla de vista. Lo cierto es que ella, desde niños, había sido más rápida que él y casi en ninguna ocasión Elíseo se había visto victorioso en una carrera entre ambos, aun así, se divertía jugando con Eva, por lo que nunca habría rechazado una invitación de ese estilo.
Cruzaron el mercado esquivando a los transeúntes y a los comerciantes, que empezaban a recoger sus puestos y enseres. Atravesaron el puente que estaba sobre el río que nacía en la laguna en apenas unos segundos. Eva parecía volar sobre los caminos, era como un diente de león mecido por el viento sobre la ladera de un monte de orégano. Torcieron en esquinas intrincadas, atravesaron callejones estrechos y treparon las vallas de algunos huertos.
—¡Eva! ¡Elíseo! Siempre igual. Me vais a destrozar la cosecha.
Entre risas y sofocos por la falta de aliento empezaron a subir la colina donde estaba el ayuntamiento. Eva saludó a su padre, que estaba asomado al balcón, sin detenerse. Unos metros más allá llegó al umbral de la torre del reloj.
Elíseo también saludó al alcalde llevándose la mano en gesto marcial a su frente cuando pasó por delante del balcón. Siempre le cayó muy bien el padre de Eva y sus padres opinaban que era el mejor alcalde que había tenido la aldea en los últimos años.
Cruzó la entrada de la torre sin ver la zancadilla que Eva le había preparado y cayó de bruces contra el suelo al tiempo que escuchaba a Eva carcajearse ostensiblemente. Afortunadamente su cuaderno de dibujo no se estropeó.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Venganza! ¡Esto por lo de esta mañana!
—¡Evita! ¡Estás loca! ¡Que casi me mato!
—¡Que no me llames «Evita»! —gritó mientras se abalanzaba para sentarse a horcajadas sobre él y empezar a hacerle cosquillas.
—¡Eva! ¡Para! ¡Para, en serio! ¡Que no me gustan las cosquillas!
—Bueno… vale… ya paro… me porto bien… —dijo apretándole los mofletes mientras arrugaba la nariz—. Pero reconoce que soy más rápida, más fuerte y más lista que tú.
—¡Quita! —se quejó apartándosela de encima de un manotazo y poniéndose en pie—. ¡Vale! Reconozco que eres más rápida. Y también más fuerte.
—¿Y qué más?
—Y… ¡más tonta! ¡Porque yo no voy por la vida besando sapos!
—¡Estúpido! ¡Ja, ja, ja! Anda, vamos arriba, que nos vamos a perder lo mejor.
Subieron las escaleras de la torre de tres en tres hasta llegar a la parte más alta de esta. Salieron a la terraza en la que culminaba la torre. Allí, sostenido por arcos de piedra estaba el gran reloj, que parecía flotar en el cielo. Este empezaba a dibujarse en tonos violetas y anaranjados que envolvían en un halo mágico a la aldea. El bullicio se escuchaba muy lejano y empezaba a disiparse.
Ambos se descalzaron y se sentaron al borde de la terraza.
—¡Mira la luna, Eli! ¡Mira qué bonita y qué grande se ve hoy! ¿Has visto qué color tiene?
—Es preciosa, sí.
—¿Me dibujas? —preguntó la niña sonrojándose mientras se colocaba un mechón de pelo tras la oreja—. Por favor —añadió bajando la mirada.
—¿Di… dibujarte? Pero, yo solo sé dibujar hadas, Eva.
—Bueno, siempre puedes ponerme alitas e imaginar que soy un hada si así es más fácil. ¡Va! ¡Anímate, anda!
—¡Ay, no sé!
—¡Venga! ¡Porfi, porfi, porfi! —dijo haciendo pucheros y poniendo ojos de cordero degollado.
—Bueno, venga. ¡Lo intento! Pero no prometo que vaya a salir bien.
—¡Bien! Pero sácame guapa, ¿eh?
—¡Ay, Evita! ¡No me pidas cosas imposibles!
—¡Que no me llames Evita! —gritó deteniéndose en cada una de las sílabas—. ¡Y no me llames fea! ¿O es que no ves que soy preciosa? —añadió enmarcándose la barbilla con el dorso de las manos mientras pestañeaba con fuerza.
—¡Ja, ja, ja! Era broma, Evi… Eva. ¡Va! No te muevas, ¿eh?
—¿Cómo quieres que pose?
—A ver, sube un pie al borde, deja el otro colgando y mira al horizonte. Ahora tienes la luna justo detrás y la composición es perfecta. La luz te da un toque muy especial.
Editado: 15.08.2025