—Elíseo, ¿dónde está el señor Hermes? —preguntó una vocecilla infantil que ceceaba.
—Es verdad, se está retrasando —dijo Eva—. ¿Le habrá pasado algo, Eli?
—No creo, seguro que estará al llegar. Algo estará tramando para sorprendernos.
El séquito de la laguna estaba impaciente, era la primera vez en mucho tiempo que el cuentacuentos les hacía esperar y los más pequeños empezaban a aburrirse y a jugar con el agua, salpicando a todo el mundo.
—¡Eva! ¿Dónde vas?
—¡A jugar con ellos! No seas aburrido, vente, Eli.
Eva se levantó de un salto, se quitó los zapatos, arremangó sus perneras y se metió en el agua hasta las rodillas, empezando a salpicar a Elíseo.
—¡Ay, para! ¡Estate quieta, Evita!
—¡Que no me llames «Evita»! —gritó mientras le agarraba de la manga tirando de él hacia el agua.
Momentos después, niños y adolescentes estaban inmersos en una divertida guerra de agua en la que todos y cada uno estaban terminando empapados. Entonces, una explosión cercana los alertó. La laguna empezó a llenarse de una humareda de color violeta muy espesa y olor a polvo de lavanda chamuscada. Los más pequeños corrieron a abrazarse a Eva, que los acurrucó contra su pecho. Elíseo se puso frente a ellos tratando de protegerlos con su presencia.
El sonido de una flauta de pan se abrió camino entre la niebla y la sombra de una figura imponente se aproximaba a ellos.
—¿Quién eres? ¡Atrás! —gritó Elíseo.
—¡Esta es nuestra laguna! ¡Fuera de aquí! —añadió Eva.
—¡Tengo miedo, Eva! —dijo uno de los más pequeños mientras se aferraba a su cintura.
—No te preocupes, pequeño. Elíseo y yo estamos aquí para protegeros.
La humareda empezaba a asentarse sobre el agua y las rocas, disipándose poco a poco en el ambiente y tiñendo la laguna de morado, mientras que el sonido de la flauta y aquel ser se hacían cada vez más presentes. Entonces, Elíseo sonrió mirando hacia Eva y los más pequeños para calmarlos.
—¿Quién quiere una historia de magia, amistad y aventura? —clamó la voz de Hermes atravesando la sombra que lo ocultaba.
—¡Señor Hermes! —protestó Eva—. ¡Nos ha asustado!
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Tenía que darle un poco de emoción a mi entrada! Estaba deseando usar estos efectos especiales algún día—. ¿Por qué estáis todos empapados?
—¡Ay! ¡Ja, ja, ja! Es que nos aburríamos y nos hemos puesto a hacer una guerra de agua.
—¡Ja, ja, ja! Divina juventud. Vamos, sentaos, que hoy os traigo algo muy especial.
Hermes siguió tocando en su flauta una melodía muy especial que se titulaba «Polvo de hadas» y que simulaba el vuelo de uno de estos seres con arpegios ascendentes y escalas descendentes que parecían jugar a hacerse preguntas y respuestas entre ellas mientras hacían cosquillas en los oídos.
—Esta melodía, la compuso Caedrela, uno de los protagonistas del cuento que hoy os traigo, que se titula, igual que la canción, «Polvo de hadas». ¿Estáis listos, pequeños? —dijo mirando al público, que atendía con devoción—. Eva, ¿te haces cargo de Maya, cariño? —preguntó mientras metía su mano en el bolsillo y le daba la rata a la niña del pelo rosa.
—¡Claro que sí! ¡Ven aquí, ratita preciosa de la tita Eva! Yo te cuido mientras tu papá nos cuenta la historia.
—Pues, como en todos los cuentos, podemos decir eso de…
«Érase una vez, en una tierra muy lejana, hace varios siglos, dos amigos, Sheridan y Caedrela, de catorce y quince años, que estaban fascinados por los libros y las historias de fantasía, de magia, de aventura y de misterio. Pasaban las horas entre los pasillos de la biblioteca de su ciudad buscando libros que todavía no hubieran leído. Cuando encontraban alguno, lo llevaban a una de las grandes mesas y lo leían al unísono, pero en completo silencio. Por las noches, antes de ir a dormir, hablaban durante largo rato sobre lo que habían leído y se imaginaban a sí mismos como los protagonistas de aquellas historias. Por las mañanas, en la escuela, no atendían a sus maestros ni hacían las tareas que les encomendaban, sino que, a escondidas, escribían nuevas historias que ellos mismos compartían con sus compañeros a la hora del recreo. Aquello era todo un espectáculo digno de los mejores juglares del reino. Usaban especias y flores para crear efectos especiales con los que adornar sus historias y hacer las delicias de su público. Interpretaban a los personajes con maestría, clamando al cielo con voces que ellos mismos inventaban y que daban color e intensidad a sus narraciones. Eran famosos en su escuela y no había niño ni niña que se perdiera estas actuaciones».
—Como nosotros con sus cuentos —dijo la más pequeña del séquito—. ¡Nunca nos lo perdemos!
—¡Y nunca nos los perderemos! —añadió Elíseo—. Bueno, a lo mejor Evita sí, si un día consigue que, por fin, un sapo, se convierta en príncipe.
—¡Que no me llames «Evita»!
—¡Ay, siempre estáis igual! Pero sois inseparables los dos, como Sheridan y Caedrela, que también se conocían, como vosotros, desde niños…
«…y siempre habían sido inseparables; su amor por los cuentos no hacía más que fortalecer esta fraternal relación. Pero algo cambió. Algo que Sheridan no podría haber previsto. Una tarde, al llegar a la biblioteca, Caedrela no estaba. Tampoco llegó más tarde y, por primera vez en mucho tiempo, Sheridan tuvo que recorrer los pasillos él solo. A pesar de que llevaban años leyendo, aún quedaban muchos pasillos por andar, muchas estanterías por descubrir y muchos nuevos libros por conocer. Así, Sheridan se adentró en un pasillo oscuro, no muy frecuentado, pero que le llamaba poderosamente la atención. Deslizó su dedo índice por el lomo de cientos de libros, pero parecía no encontrar nada que le satisficiera en ese momento, entonces se percató de que había una sección en aquel pasillo que estaba guardada bajo llave, tras una vitrina.
Editado: 12.08.2025