—Si es que tendría que haberse quedado con Sheridan en la biblioteca.
—Normal que lo pillaran… ¡anda que ir de tres en tres!
—Le tuvieron que poner la cara más roja que las rosas de Elián.
—¡Ja, ja, ja! Seguro que sí. Yo también le habría dado una torta si me hubiera hecho algo así.
—¡No mientas, Evita! ¡Tú le habrías dado un puñetazo! ¡Tú eres muy bruta!
—¡Que no me llames Evita! ¿Te lo doy a ti? ¡Ja, ja, ja!
—Intenta cogerme si puedes.
—Os divertís a costa del pobre Caedrela, ¿no? —dijo Hermes mirándolos con cariño mientras correteaban por la orilla de la laguna.
—¿Pobre? Que no hubiera estado besando a tres chicas a la vez. Mira que me gustan los besos, pero este era un golfo.
—¡Ten cuidado no te vayan a pegar a ti los sapos, que los besas de cuatro en cuatro!
—¡Ay! ¡Déjame en paz, tonto!
—Señor Hermes, ¿puede decirles a estos dos que se dejen de charla para que podamos seguir con la historia?
—No seas impaciente, Marie. Déjame respirar unos minutos, que llevamos un buen rato y ahora llega la mejor parte. Hay que darle un poco de emoción.
Elíseo y Eva siguieron jugueteando a insultarse y echarse agua unos minutos; Marie, resignada, se unió al grupo de los pequeños, que aprovechaban el descanso para buscar mariposas y abejas entre las flores. El sol, como buen día de verano, emanaba sus rayos casi de manera vertical, el medio día estaba cerca. Las sombras de los árboles eran buen cobijo en la laguna, siendo esta el rincón más fresquito de la aldea cuando el calor arreciaba en días como aquel.
Hermes se tomó unos segundos más de respiro mirando a los niños jugar y a la pareja de jóvenes en su habitual contienda cariñosa. Sonreía y acariciaba a Maya, que había vuelto a su bolsillo.
—¿Seguimos? ¿Por dónde íbamos? ¿Eva, nos haces un resumen?
—Por supuesto, señor Hermes —dijo la chica con mucha dulzura—. Caedrela se había presentado en la biblioteca después de haber cuadrado mal su agenda amorosa y haber quedado, a la vez, con Murienn, Aine y Dreide. Las chicas, al verlo llegar, le dejaron la cara llena de magulladuras por malandrín y sinvergüenza, con toda la razón, por supuesto. Sheridan, después de estar durante un buen rato riéndose de él, le contó todo lo que había descubierto de Faedra Chronia y le invitó a que, como en los viejos tiempos, leyeran e investigaran juntos. Y así habían pasado las dos últimas semanas, esforzándose al máximo por intentar traducir lo que decían aquellas páginas que hablaban de la extraña reunión. ¿Qué tal, señor Hermes? ¿Lo he hecho bien?
—Has estado maravillosa, Eva. Algún día, cuando yo ya no esté, te podrás convertir en mi más que digna sucesora.
—¿Y por qué no iba a estar usted? —preguntó Marie.
—¡Ay, Marie! ¡Bendita inocencia! —dijo Eva abrazándola—. Ya lo entenderás, fresilla silvestre.
—¿Y qué descubrieron, señor Hermes?
—Ahora lo vamos a saber, querido Elíseo.
El señor Hermes introdujo la mano en su bolsillo y sacó unos polvos que lanzó al aire formando un arco con el movimiento de su brazo. De nuevo, un humo violeta con olor a lavanda quemada invadió el ambiente y el cuentacuentos, con mirada misteriosa, continuó con la historia.
«Después de varias semanas traduciendo e investigando, eran capaces de entender una buena parte del texto y, aunque algunos fragmentos estaban incompletos, la emoción que sentían por lo que acababan de descubrir era inmensa.
La reunión de las hadas se producía con la sexta luna nueva después del final del otoño y, en caso de haberla, una vez más, con la decimotercera; es por eso por lo que podía tener lugar una o dos veces al año, como decía el primer párrafo que tradujo Sheridan. En esta reunión las hadas cantaban y danzaban durante toda la noche y daban gracias a la Madre Tierra por su existencia y por el don de su magia. La música las conducía a un éxtasis grupal en el que las chispas saltaban mecidas por el embrujo y los cuatro elementos —agua, tierra, aire y fuego— se unían en cuerpo y alma con aquellas criaturas que, durante esas horas, solo respondían a sus más básicos instintos.
También descubrieron que aquellas reuniones las hacían en cuevas que estaban escondidas a plena vista, pero que, por su obviedad, eran imposibles de encontrar accidentalmente por los humanos. Sin embargo, para quien conociera el modo de hallarlas era muy sencillo o, al menos, eso decía el texto: “Allá donde cae el primer rayo en una tormenta de verano, donde la primera hoja de otoño se mece hasta tocar el suelo, donde el viento silba más fuerte en invierno, donde nace la flor que derrite la nieve en primavera y donde el sauce llorón dirige sus lágrimas secas”.
—¿Será cierto todo lo que dice, Caed?
—Solo hay un modo de comprobarlo, Sheri. ¿Cuántas lunas nuevas llevamos desde el último otoño?
—No lo sé… ¿tres, cuatro? Un momento —dijo bajándose de la silla y acercándose a la bibliotecaria—. Señora Finnegan, ¿tiene usted un calendario lunar? ¿Podría comprobar cuántas lunas nuevas ha habido desde el último otoño?
—¡Estás de suerte, querido Sheridan! Déjame buscar, algo tengo por aquí —contestó revolviendo los papeles sobre su mesa—. ¡Sí! ¡Aquí está! A ver, una, dos, tres… y cuatro. Cuatro, Sheridan. Ha habido cuatro lunas nuevas.
Editado: 22.08.2025