La maldición de las hadas.

Capítulo 9. Aullido en arpegio menor

—¡Viene de la cabaña de Hermes! —gritó Elíseo horrorizado—. ¡Corre, Eva! ¡Avisa a tu padre! ¡Avisa a todos! ¡Hermes puede necesitar de nuestra ayuda!

Elíseo se perdió en el camino hacia la cabaña de Hermes. Eva voló hacia la colina. Sus pies apenas rozaban la tierra del camino. Nunca en su vida había corrido tan rápido. Parecía que el corazón quisiera salírsele del pecho. Los gritos se sucedían en toda la aldea que, poco a poco, empezaba a ser envuelta por la espesa humareda.

—¡Padre! ¡Padre! —gritaba mientras empezaba a subir la colina—. ¡Padre! ¡Fuego! ¡La cabaña de Hermes!

Algo la detuvo en seco; el estruendo de gritos había cambiado. Lo que antes eran gritos de horror y desesperación se tornaron en gritos de un llanto oscuro y apagado. Volvió la vista atrás y, a través del humo, pudo ver como la cabaña del cuentacuentos se derrumbaba y quedaba reducida a escombros y ceniza. Las piernas le temblaron y sus rodillas se clavaron en la tierra del camino.

—¡Eli! ¡No! ¡Eli! —sollozó desconsolada.

Elíseo dejó a Hermes con la cabeza apoyada en un improvisado lecho de ramas y hojas para adentrarse aún más en el bosque.

—Agua, Elíseo. Necesito agua —logró mascullar Hermes segundos antes.

No conocía aquella zona del bosque. La laguna quedaba bastante al este e intuía que allí sería uno de los primeros lugares en los que su padre lo buscaría. El riachuelo donde veía a Eva por las mañanas estaba aún más lejos, al oeste. No creía ser capaz de llegar a través del bosque y era demasiada distancia para dejar solo a Hermes. Además, estaba agotado. Le dolía todo el cuerpo por haber cargado al anciano y la herida del labio, a pesar de los cuidados de Eva, no había dejado de supurar.

No obstante, y movido por la acuciante responsabilidad de mantener con vida al cuentacuentos, agudizó el oído para tratar de escuchar algún rumor que le indicara la presencia de agua en algún lugar cercano, pero solo pudo escuchar la sinfonía de lamentos del bosque al atardecer.

—Eva sabría dónde encontrar agua.

«Eva» repitió en su cabeza. Entonces, se dio cuenta de que en aquella música que el bosque tocaba para él, los coros los hacía un grupo de sapos.

—Si hay sapos, debe haber agua cerca.

Respiró hondo y empezó a discriminar los diferentes sonidos; las hojas de los árboles rozándose, el viento haciendo vibrar a los arbustos, los últimos zumbidos que darían las abejas aquel día antes de regresar a la colmena, los primeros cantos de los grillos y el inconfundible croar de los sapos que le indicaba el camino.

Corrió en aquella dirección y, a pesar de todo, sonrió al imaginar a Eva regocijándose en el hecho de que, aunque no se convirtieran en príncipes, esta vez, al menos, iban a ayudarlo a salvar a Hermes.

Hermes tosía con muchísimo esfuerzo. La boca le sabía a ceniza. Estaba tumbado con la cabeza recostada en la almohada que Elíseo había construido para él.

—¿De dónde habrá sacado esa fuerza? —pensó al recordar como el chico, a través del humo, lo levantó del suelo, se lo cargó a hombros y lo llevó a salvo, lejos del incendio y de la enloquecida muchedumbre.

La hierba del prado parecía querer abrazarlo, la brisa le calmaba el dolor de las quemaduras y las copas de los árboles entrelazaban sus ramas para acurrucarlo a salvo del humo y el odio.

Entonces, se le ensombreció el rostro y las lágrimas le inundaron los ojos. Lo había perdido todo: su casa, sus pergaminos, su fiel compañera Maya y, lo que era aún peor, había perdido la confianza que en él tenía la aldea y el amor con el que siempre lo habían tratado. ¿Por qué? ¿Qué había podido hacer él para que ahora quisieran asesinarlo?

A su espalda sintió un olisqueo y pudo escuchar como unos pasos aterciopelados se acercaban a él sobre el pasto. Un lobo lo estaba acechando. Intentó recuperar la verticalidad sin éxito y solo logró golpearse la cabeza y caer inconsciente. El animal estaba a apenas unos centímetros de su cara.

Acercó su hocico al pelo ensangrentado del anciano y lamió la herida que acababa de hacerse al intentar levantarse. Siguió inspeccionando al cuentacuentos con su hocico, que humedecía frecuentemente con la lengua.

Puso las patas delanteras sobre su pecho, arrugó los carrillos y le enseñó los dientes. Gruñó sobre el rostro del anciano y su saliva cayó sobre sus ojos cerrados, deslizándose hacia sus labios. Erizó el pelo de su espalda, en clara posición de ataque. Irguió su cola y gruñó con mucha más fuerza.

Abrió las fauces. Miró al cielo. Aulló a la luna.

—¡Eli! ¡Hermes! ¡Señor Hermes! —gritaba Eva alrededor del fuego, el humo y las cenizas de la cabaña de Hermes.

—¡Maldita niñata adoradora de anfibios!

Se le tensaron todos los músculos del cuerpo al escuchar la voz del padre de Elíseo a su espalda.

—¡No sirve de nada que los llames! ¡Se les ha caído la cabaña encima! ¡Muertos! ¡Están muertos! —gritaba el leñador con total frialdad.

—No…

—¡Y tú vas a ser la siguiente, pequeña ramera! —amenazó mientras agitaba la antorcha hacia ella.

Eva no fue capaz de moverse. El shock que le había causado aquella noticia la mantenía completamente paralizada.



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En el texto hay: cuentos, hadas, fantasia juvenil

Editado: 22.08.2025

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