—¡Ahí está, señor Hermes! ¡La cabaña de la que me habló! —gritó Elíseo entusiasmado—. Bueno, más bien, lo que queda de ella.
—No te quejes, zascandil. Mejor esto que dormir otro día más a la intemperie, ¿no? Ya me he cansado de ser pasto de las chinches. Tengo el trasero que parece una tarta de queso con arándonos de tantas picaduras.
—¡Ja, ja, ja! ¡No quiero saber cómo tiene el culo, señor, por favor!
—Anda, calla. ¡Vamos dentro!
Después de llevar tres días alejándose lo máximo posible de la aldea, Hermes le habló a Elíseo de un pequeño puesto de pastores abandonado al otro lado del bosque. Sería un buen refugio. A pesar de que las heridas estaban bastante bien y que Elíseo había sido capaz de alimentarlos a los dos a base de fruta y bayas que recogía cada mañana, necesitaban un refugio real donde terminar de recuperarse y estar lo más lejos posible de lo que aconteciera en la aldea.
Cruzaron el umbral de la cabaña donde, años ha, debió de haber una puerta. Aún había una pequeña mesa en el centro y una cama con algo parecido a un colchón pegada a una esquina.
—¿Ves? Es nuestro día de suerte, Elíseo. ¡Hoy no nos va a doler la espalda!
Elíseo sonrió, pero en sus ojos reinaba una sombra de incertidumbre que lo había estado carcomiendo y apenas dejándolo dormir. Había una duda que daba vueltas alrededor de su mente y que el chico no era capaz de responder.
—¿Qué pasa, Elíseo?
—Eva, señor. Espero que esté bien y que mi padre no le haya hecho nada.
—No se atrevería, tranquilo. Es la hija del alcalde. Tu padre tendría que enfrentarse a graves problemas si se atreviera a tocarla —comentó Hermes tratando de disimular su también creciente preocupación por la niña—. Además, tu Evita es una chica muy valiente, fuerte e inteligente. Estoy seguro de que habrá sabido ponerse a salvo. No sufras por ella. Sabe cuidar de sí misma mucho mejor de lo que nos cuidamos tú y yo.
—Eso espero —contestó con un suspiro—. ¿Y nosotros? ¿Qué pasará ahora con nosotros? ¿Nos estarán buscando? ¿Querrán seguir haciéndole daño? ¿Qué ha pasado, señor Hermes? ¿Por qué mi padre quiso incendiar su cabaña? ¿Por qué rompió mis dibujos? ¿Por qué me pegó?
—Respira, Elíseo. Tranquilo. Ahora no podemos contestar a esas respuestas. Solo nos queda esperar y decidir cuál será, a partir de ahora, nuestro camino.
—Pero, no podremos volver a la aldea, señor.
—No, al menos, no durante un tiempo, querido Elíseo. Pero, lo dicho. Tranquilo. Ahora respira hondo, bueno, no tan hondo, que aquí hay mucho polvo y no es bueno para tus pulmones. ¿Adecentamos esto un poco?
La cabaña olía a humedad y a excreciones de animales. Los colchones estaban llenos de crías de cucaracha arbórea norteña que, aun siendo muy desagradables a la vista, no picaban como las chinches del bosque. La luz del sol entraba por un agujero del techo y el rincón donde antaño había una chimenea, estaba lleno de musgo y humedad.
—¡Toda una mansión, Elíseo!
Estuvieron un buen rato limpiando, matando insectos y eliminando el musgo y la humedad. Hermes se sentó en una de las camas a descansar la espalda, que empezaba a crujirle a cada movimiento, Elíseo salió al bosque a buscar leña. Volvió unos treinta minutos más tarde. Hermes roncaba y hacía temblar las paredes de la choza.
Elíseo acomodó la leña en el hueco de la chimenea, dejándola preparada para cuando llegara la noche. Improvisó un banco con un tronco que había cerca de la cabaña, lo acercó a la mesa y con una piedra afilada, se puso a garabatear sobre ella. Se dibujó a sí mismo imaginándose como Sheridan, el del cuento de Hermes, en la reunión de las hadas. Estaba en el centro de la cueva y todas las hadas volaban y danzaban a su alrededor.
—Si te vas a dedicar a hacerle eso a la mesa, ¿dónde pretenderás que comamos luego?
—¡Hermes! ¡Me ha asustado!
—¡Ja, ja, ja! Te he visto tan concentrado dibujando que no he podido evitar la tentación de hacerte pegar un salto. A ver, ¿qué dibujabas? Oh, hadas. Y ese eres tú, ¿no? Espera, ¿esa es la reunión de las hadas a la que asistió Sheridan?
—¡Sí! La que descubrieron Caedrela y él leyendo Faedra Chronia. ¿Usted realmente cree que existen, señor? ¿Lo cree de verdad? Si existen, ¿por qué no nos han protegido?
—¡Ay, querido Elíseo! Todo eso es mucho más complicado de lo que parece. Seguro que las hadas existen. No tengo dudas de ello. Pero deben estar muy ocupadas con su magia y sus cosas y no se pueden preocupar por unos simples humanos como tú y yo.
—¿Y el libro, señor? ¿Existe Faedra Chronia? ¿O es solo parte del cuento?
—Que sea parte del cuento no significa que no exista, Elíseo, pero tampoco significa que exista. Te explicaré algo: mis cuentos tienen tres orígenes diferentes. Hay cuentos que provienen de leyendas antiguas y de rumores que se cuentan de boca en boca. ¿Recuerdas el que os conté de los Kerchief?
—Sí, señor. Aquella tribu que aparece en las noches de luna llena, que trae regalos y magia, música, fiesta, animales y algarabía, pero que nadie parecer recordar a la mañana siguiente.
—Exactamente, zascandil. ¡Muy bien! Pues esa es la primera fuente que uso para contar mis historias. En mis viajes he recopilado tantas leyendas que tendría para contar historias nuevas durante años y que el tiempo, en su insuperable majestuosidad victoriosa, no me dejará contar.
Editado: 11.09.2025