Lo último que vio antes de quedar profundamente dormido fue el rostro de su madre sonriéndole. El sueño le había vencido y la dulce voz que todas las noches le cantaba, le había hecho viajar muy lejos de allí.
Sintió, entonces, que su cuerpo reposaba en una nube esponjosa y abrió los ojos. Luces y colores aparecían como manchas borrosas ante su infantil mirada. Cuando comenzaron a tomar forma, se vio rodeado de criaturas que revoloteaban a su alrededor.
Se asustó e intentó empezar a llorar, pero un tierno siseo le hizo volver a sentirse en calma. El miedo se disipó al instante.
Aquellas criaturas, muy similares a las mariposas que tanto le gustaba mirar, sonreían entre ellas y lo observaban con curiosidad y cautela. Sus alas eran casi transparentes, de colores suaves. No había una igual a otra: todas de diferente tamaño y color de piel, ojos y cabello.
Atraído por las luces, los colores y los tintineos de sus alas, les devolvía las sonrisas e intentaba atraparlas jugando con sus pequeños dedos. Ellas se posaban en diferentes partes de su cuerpo y salían volando cuando él estaba a punto de tocarlas. Los pies de estas criaturas le hacían cosquillas y no pudo evitar estornudar varias veces, haciéndolas reír con dulzura al tiempo que desprendían un polvo brillante que flotaba en el ambiente.
Por turnos, muy despacio, se empezaron a acercar a sus oídos. Le susurraron miles de palaras que, aun no pudiendo entender, le hacían sentir muy reconfortado. El baile de susurros duró varias horas aquella noche hasta volver a quedar completamente dormido.
Al abrir los ojos, ya no había criaturas, sino el más bello y conocido rostro que habían visto sus ojos. Su madre lo miraba desperezarse, acariciando sus mejillas y sintiendo, dentro de ella, que aquel era el amor más grande que sentiría en toda su vida.
—¿Has dormido bien, cariño? —dijo con el tono de voz más dulce que era capaz de hacer.
Se estiró, miró a su madre y sonrió de la forma más pura que sabía hacer.
Editado: 11.09.2025