La maldición de las hadas

Capítulo 11. El Acantilado del Gigante

Tres días después de haber encontrado refugio en la cabaña abandonada de los pastores y con sus heridas repuestas, lo abandonaron.

—Entonces, ¿todavía no vamos a Elexendria, señor Hermes?

—No, Elíseo. Elexendria es una ciudad muy grande y muy complicada. Como te dije, no podemos entrar allí con la ropa rota y oliendo a estiércol de caballo.

—¡Eh, señor! ¡Que yo no huelo así!

—Nunca uno mismo se huele, Elíseo, pero créeme, a los dos nos hace falta un buen baño.

—Entonces, ¿qué haremos?

—A dos días de camino desde aquí, en la costa, si vamos a buen paso, hay otra ciudad un poco más pequeña, Septima. Es una ciudad de pescadores y mercaderes con buenas tabernas en las que comer un plato caliente, tomar un buen baño y descansar en una cama de verdad.

—Pero, señor. Seguimos teniendo un problema. ¿Cómo vamos a pagar todo eso? No tenemos nada de dinero.

—No tenemos dinero, zascandil, pero tenemos ingenio. Y no hay nada que no se pueda conseguir con algo de ingenio y mucha buena voluntad.

—Bueno, si usted lo dice… yo no lo veo muy claro, pero le haré caso.

—Paciencia, Elíseo. Como siempre te digo, todo a su tiempo.

—Es decir, ¿usted ya tiene un plan?

—Sí. El mejor plan de todos, especialmente para unos artistas como nosotros.

—¿Artistas? Señor, creo que comer bayas le está afectando seriamente y está empezando a decir tonterías.

—¡Calla, insensato! No me faltes el respeto —contestó con gesto bromista.

—Bueno, yo me dejaré llevar, ya me contará usted lo que tenga preparado.

—¡Ja, ja, ja! ¡No tengo nada preparado! ¡Ese es el plan! ¡Improvisar, Elíseo! ¡Improvisar!

—Bueno, yo confío en usted… supongo —dijo el chico sin estar muy convencido.

—En fin, sea como sea, recoge tus cosas. ¡En marcha!

—¿Mis cosas? ¿Qué cosas?

—¡Ay, Elíseo! Era una forma de hablar, hombre. ¡Venga! ¡Camina, que te quedas atrás!

La cabaña empezó a perderse según se alejaban sus pasos. Elíseo sentía que dejaba atrás algo más que la aldea y a Eva. Tuvo que apartar esos pensamientos de su cabeza para evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas. Al volver a mirar a la cabaña creyó verse a sí mismo, despidiéndose con la mano, con una sonrisa triste. Un escalofrío le recorrió la espalda al tiempo que el pecho se le empapaba de sudor frío. Empezó a temblar.

—¿Señor? ¿Usted ve lo mismo que yo? —dijo asustado.

—¿El qué, Elíseo?

—Mire ahí, en la cabaña. Me parece estar viéndome a mí mismo.

—¿Allí? Yo no veo nada. A ver si va a ser a ti al que le está sentando mal comer tantas bayas.

—Eso debe ser, señor.

Sin embargo, al volver a mirar, cuando Hermes ya se había adelantado unos metros, vio algo que no esperaba. Aquel lobo negro que los había acechado en el bosque estaba sentado junto a la versión de sí mismo que había visto antes, dejándose acariciar la cabeza. El animal levantó la vista, miró hacia él y empezó a correr. Tardó unos segundos en reaccionar, tenía las piernas agarrotadas y el corazón se le detuvo completamente durante un instante.

—¡Hermes! ¡Señor Hermes!

—¿Qué pasa? ¿A qué vienen esos gritos?

—¡El lobo!

Pero cuando Hermes miró, volvió a ver solo la cabaña.

—Perdone, señor. De verdad que creía haberlo visto.

—Han sido muchas emociones durante estos días, pequeño. No te preocupes. Es normal que estés algo confundido —dijo abrazándolo afectuosamente.

A media tarde llegaron al Acantilado del Gigante. El olor a sal, a pesar de la gran altura a la que estaban, se hacía presente en sus fosas nasales, las gaviotas parecían hablar entre ellas anunciando su llegada y la brisa peinaba con suavidad la hierba. Las nubes estaban tan cerca que parecían poder tocarse si uno estiraba un poco el brazo.

—Elíseo, ten cuidado, pero no dudes en asomarte y disfrutar del momento.

Tras ascender una pequeña pendiente el chico se acercó al borde. Un poco asustado se tumbó en el suelo y reptó sobre el pasto hasta poder asomar la cabeza. Mil doscientos metros lo separaban del mar que, a través de las nubes y las rocas, Elíseo pudo ver por primera vez. Se quedó en absoluto silencio, casi sin respirar, completamente hipnotizado por lo que estaba bajo sus ojos.

—Y eso no es nada. Si todo va bien, mañana podrás ver la verdadera inmensidad del mar.

—Es increíble, señor —dijo Elíseo mientras rodaba sobre sí mismo para quedar tumbado boca arriba—. ¿Sabe? No me gusta que hayamos tenido que salir de la aldea de este modo y estoy muy preocupado por Evita, pero esto de viajar con usted y descubrir cosas nuevas, no está nada mal, la verdad.

—Te queda tanto por aprender y por vivir. Yo llegué a la aldea hace muchísimo, Elíseo; hace tantos años que ni siquiera soy capaz de recordarlo, pero antes de establecerme allí, viajé y conocí mundo. Aprendí de diferentes culturas y creencias. Extraje todo lo bueno de esas personas y me adentré en sus ideas, pensamientos y tradiciones —continuó Hermes ante la orgullosa mirada de Elíseo—. Cuando viajas y te dejas llevar, terminas enamorándote del lugar en el que estás y te das cuenta de que, aunque el color de piel pueda ser diferente y aunque se crea en diferentes dioses, esto solo son nimiedades ante todo lo que realmente importa; y es que, querido Elíseo, a todos nos late el corazón y estamos hechos de lo mismo: sangre, piel y huesos, y, lo más importante, todos tenemos una capacidad de amar y de crear infinita.



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En el texto hay: cuentos, hadas, fantasia juvenil

Editado: 11.09.2025

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