Llegaron a Septima al medio día, después de un cómodo descenso sobre el acantilado. La parte alta de la ciudad les dio la bienvenida. Carros tirados por caballos, personas a pie y un gran bullicio salían a través de las puertas. Era una ciudad amurallada, sobre el acantilado, a seiscientos metros sobre el nivel del mar. Un templo coronaba la zona de mayor altura y, desde ahí, en dos hileras, las casas de los septimitas se asomaban al abismo creando un camino de piedra y adoquines. El sol caía sobre los tejados de colores haciéndolos resplandecer. El mar, infinito, y ahora visible para Elíseo en toda su inmensidad, se extendía a los pies de Septima y se perdía en el horizonte; en él, galeras, veleros y pequeñas barcas pesqueras creaban una coreografía perfecta mecida por la brisa y la marea.
—Nada que ver con la aldea, ¿verdad? —dijo Hermes, pero el chico estaba demasiado sorprendido como para responder—. ¡Vamos, zascandil! Nos queda un rato por andar. Hay que llegar al puerto.
Serpentearon por las intricadas calles de la ciudad y el olor a salitre, marisco y pescado fresco se hacía cada vez más presente e intenso. Los locales, a pesar del mal aspecto que ambos presentaban, no parecían prestarles mucha atención, acostumbrados a recibir visitas de lo más variopintas; su mercado era famoso en la región y compradores y vendedores de ciudades y pueblos cercanos no dudaban en acudir casi a diario para encontrar los mejores productos y las mejores ofertas.
Tras una hora de descenso en la que pudieron disfrutar de balcones llenos de geranios, caléndulas y gitanillas que le daban color y alegría a las calles, y escuchar muchas voces, cotilleos y cuchicheos, y ver alguna que otra vecina sacudiendo las alfombras y barriendo las puertas de sus casas, llegaron a la parte baja de la ciudad. Una gran plaza con una fuente coronada por una escultura de un pirata a lomos de un delfín se extendía ante sus ojos.
—¿Recuerdas la historia que os conté del pirata Austiquiliano?
—¡Sí!¡El pirata Austiquiliano, que, si no fuera por el delfín, se queda sin pies y sin manos!
—¡Exactamente! Pues, helo ahí —respondió Hermes señalando la escultura —, pero vamos, sígueme, tendremos tiempo de ver esto más tarde. Ahora —continuó evaluando su aspecto y el del chico—, no estaría mal si pasamos por la playa y nos damos un baño.
Minutos después, Elíseo, que, fascinado y sin dudar por un segundo, se había metido en el agua y estaba chapoteando y jugando en la orilla, con toda la ropa mojada y, por unos momentos, tan feliz, perdido en su juego inocente, que olvidó todas las penurias por las que estaba pasando. Hermes, por su parte, después de haberse sumergido hasta la coronilla, se había sentado en la orilla y dejaba que las olas le mojaran los pies.
—¿Es su nieto? Es la primera vez que ve el mar, ¿no? —dijo una voz de mujer a su espalda.
—Sí, así es. Nunca lo había visto antes y está disfrutando como nunca; y no, no es mi nieto, pero como si lo fuera. Digamos que es… mi aprendiz.
—¿Su aprendiz?
—Sí, aprendiz de cuentacuentos.
—¿Es usted un cuentacuentos?
—No soy solo un cuentacuentos, señora… —dijo Hermes, invitando a la mujer a decir su nombre.
—Alma, señora Alma.
—Pues, como le decía, señora Alma, no solo soy un cuentacuentos, soy el mejor cuentacuentos del mundo —añadió con aire grandilocuente y poniéndose en pie—. Y mi aprendiz y yo acabamos de llegar a la ciudad para dar un espectáculo en cuanto nos hayamos secado un poco.
—¿Y cómo se van a secar, señor...?
—Hermes, puede llamarme Hermes —respondió el cuentacuentos con una seductora sonrisa—. Ahora nos secaremos con el sol, no hay nada mejor.
—Pero van a tardar horas. Deje, deje. Deme un segundo. ¡Loti! ¡Loti! —gritó la septimita.
—¿Sí, mamá? —contestó una niña de nueve o diez años que acababa de llegar corriendo tras escuchar la llamada de su madre.
—Carlota, por favor, ve a la casa y trae un par de toallas para este buen señor y su aprendiz. ¿Sabes? Son cuentacuentos y, dentro de un rato, van a dar un gran espectáculo.
—¡Cuentacuentos! ¡Me encantan los cuentos! ¡Sí! —respondió la niña con entusiasmo. ¡Voy a por las toallas, mamá! Pero no me llames Carlota, que sabes que no me gusta y me da vergüenza. Soy Loti. Lo-ti —recalcó antes de salir corriendo.
—¿Y de dónde vienen ustedes si se me permite preguntarle, señor Hermes?
—De más allá del bosque al norte del Acantilado del Gigante, de una pequeña aldea al pie de las montañas.
—¡Señor! ¿Y por qué se llama el Acantilado del Gigante? Todavía no me lo ha explicado.
—¡Elíseo! ¿Qué modales son esos? ¿No te vas a presentar primero a la dama?
—¡Perdón, señor! ¡Perdone, señora! Mi nombre es Elíseo. ¿Cómo está usted?
—¡Ay! No te preocupes, muchacho. Encantada de conocerte. Mi nombre es Alma. Ya me ha contado el señor Hermes que vais a dar un espectáculo de cuentacuentos más tarde.
—¿Ah, sí?
—¡Claro, Elíseo! Le he contado que venimos desde muy lejos para ofrecer nuestro espectáculo.
—¡Oh, claro! —dijo Elíseo tratando de disimular su confusión—. La emoción de ver el mar… que había hecho que se me olvidara.
Editado: 11.09.2025