La maldición de las hadas

Capítulo 13. Diecisiete de agosto

Elíseo encendió el fuego, dispuso las toallas que Loti les había traído sobre la arena de la playa a modo de colchón improvisado y se sentó a ver el atardecer. Habían comprado algo de pan, queso y carne deshidratada, especialidad de la ciudad, en el mercado, con las pocas monedas que habían ganado en la actuación. Dudó entre esperar a Hermes, que le había dicho que tenía entre manos un asunto muy importante, o empezar a comer y, tras unos minutos, el hambre que lo consumía tomó la decisión por él.

La carne deshidratada era de lo mejor que Elíseo había probado en su vida, a pesar de tener un sabor extraño y al que no estaba acostumbrado. El queso tampoco estaba mal y aquel pan, que los lugareños conocían como «pan de sartén» y que preparaban con sémola y casi sin levadura y al que le daban forma de torta redondeada, tenía una textura deliciosa.

—Así que no me has esperado, ¿eh, granujilla?

—¡Uy! ¡Granujilla! Esa es nueva, señor. Creo que me gusta más que zascandil. Y no, no le he podido esperar, disculpe, me moría de hambre.

—¡Ja, ja, ja! No te preocupes, Elíseo. Solo espero que me hayas dejado algo.

—¡Claro, señor! Tenía hambre, pero no le iba a dejar a usted sin comer.

Las primeras estrellas se dejaban ver en el firmamento. La luna, por su parte, coronaba el puerto de Septima mientras que el sol empezaba a perderse tras el Gigante.

—Señor, ¿puedo preguntar dónde ha estado?

—Puedes, Elíseo.

—En ese caso, ¿dónde ha estado, señor?

—Donde yo haya estado es asunto mío —contestó con media sonrisa.

—¿Pero no me acaba de decir que podía preguntarle?

—¡Claro! Y has podido, ¿verdad? Otra cosa es que yo te fuese a responder. ¡Ja, ja, ja!

—¡Señor! ¡Eso es trampa!

—¡Ay, Elíseo! ¿Recuerdas el cuento de Caedrela y Sheridan? Caedrela no se presentó a la cita, ¿verdad?

—Sí. Y después descubrimos que había estado con Mur… ¡Señor! ¿Alma?

—¡Ay, zascandil! Como dijo Caedrela, hay cosas que los caballeros no pueden contar.

—¡Señor! Yo aquí esperándole sin saber si comer o no y usted por ahí dándose besos.

—¡Ja, ja, ja! ¡Besos! Te queda tanto por aprender todavía.

Elíseo, sin estar muy seguro de si había entendido muy bien al cuentacuentos, se tumbó y miró las estrellas, tratando de reconocer las constelaciones de las que Hermes tantas veces le había hablado. Habían pasado varias horas.

—Señor. ¿Qué hora puede ser? ¿Ha pasado ya la media noche?

—Sí, Elíseo. Mira la posición de la luna.

—Entonces… ya es 17 de agosto. Feliz cumpleaños, Eva — dijo en un suspiro entrecortado.

De lado y con los ojos llenos de lágrimas, se quedó dormido. El cuentacuentos lo miró con ternura, perdido en sus pensamientos, y también se dejó llevar por el sueño.

—¡Otra vez esa voz!

Esta vez no podía estar equivocado, había escuchado una voz llamándolo por su nombre, con total claridad y perfección, aún lejana, pero no tanto como la última vez.

—¡Señor! ¡Señor Hermes! ¡Despierte, por favor!

Pero el cuentacuentos, aunque Elíseo no se pudiera percatar de ello, fingía dormir y no enterarse de nada.

—¡Elíseo! —volvió a escuchar—. ¡Elíseo!

—¿Dónde estás? ¿Quién eres? ¿Quién me está llamando?

Sin embargo, no volvió a escuchar la voz durante lo que quedaba de noche y el sueño volvió a vencerlo.

—¿Ves, mamá? ¡Te dije que lo había escuchado anoche y que su voz venía de la playa! Lo escuché gritar «¿Dónde estás?», «¿Quién me llama?» y no sé qué cosas más, pero como no entendía nada y tú no me hiciste caso, pues me volví a dormir. ¡Eli! ¡Elíseo! ¡Buenos días! ¿Por qué gritabas anoche?

Elíseo se incorporó, se quitó las legañas y vio a Loti gritando desde el paseo. La saludó con la mano y se le escapó una sonrisa. Se puso en pie, dispuesto a acudir en su encuentro, pero vio algo por el rabillo del ojo que hizo que se le tensara todo el cuerpo.

—¡Señor! ¡Señor Hermes! ¡Despierte! ¡Es Eva! Está tirada en la orilla.

El cuentacuentos, al escuchar el nombre de la niña, se levantó de inmediato. Elíseo, por su parte, no podía creer lo que veía. Se deslizó por la arena a toda velocidad y llegó al lado del cuerpo de la chica, empapado, con la ropa hecha jirones, y sin signos vitales aparentes.

—¡Eva! ¡Evita! Por favor. ¡No! ¡No puedes estar muerta! ¡No!

Elíseo la zarandeó, le tocó la cara, las manos, intentó buscarle el pulso en las muñecas, pero era incapaz de encontrárselo. El corazón parecía querer salírsele por la boca. El lamento que salió de sus pulmones se asemejó al de un animal defendiendo a sus crías y heló la sangre a todos los presentes.

—¿Eli...? —dijo la chica con un hilo de voz y entreabriendo los ojos.

—¡Eva! ¡Evita! ¡Estás viva! ¡Estás aquí! ¿Qué ha pasado? ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Estás bien? ¡Estás helada! ¡Estás herida! ¡Hermes! ¡Ayuda!



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En el texto hay: cuentos, hadas, fantasia juvenil

Editado: 11.09.2025

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