Tras aquella noche en la que el lobo hizo ademán de atacarla antes de aullar a la luna, Eva despertó, aún con la ropa empapada por la incursión nocturna en la laguna en la que, de no haber intervenido el animal, se habría dejado llevar hasta la profundidad de esta. Temblando de frío trató de recomponerse y, a duras penas, consiguió levantarse. Arrastró los pies hacia el arco natural que formaban los cedros y servía como umbral de entrada y salida al lugar donde la magia se creaba en forma de cuentos.
Apenas hacía unos minutos que el sol se dejaba ver en la aldea y los pocos habitantes de esta que estaban fuera de sus casas parecían espectros, envueltos en un silencio oscuro. Algo había cambiado. El olor a polvo y ceniza seguía impregnándolo todo, a pesar de que el fuego hacía varias horas que se había extinguido. Eva se acercó a lo que quedaba de la cabaña de Hermes creyendo que Elíseo y el cuentacuentos yacían inertes bajo los escombros. No tuvo fuerzas para seguir caminando y se derrumbó, presa de las lágrimas y la congoja. Enredó los dedos de sus manos en varios mechones de su cabello y los mesó hasta arrancarlos sin ser capaz de sentir el más mínimo ápice de dolor físico, pues el dolor de su alma había envenenado en tal magnitud a su sistema nervioso que este no fue capaz de reaccionar.
Llevó los cabellos que se había arrancado a los ojos y trató de secarse las lágrimas con ellos, sin éxito. Los arrastró por sus mejillas hasta llevarlos a sus labios que tan cerca habían estado, horas antes, de los de Elíseo y optó por dejarlos caer en la tierra ennegrecida. Era incapaz de entender lo que había ocurrido. El violeta de sus ojos, a pesar de la humedad, había perdido su brillo y sus pupilas se habían despojado de aquel aire inocente que las caracterizaba para verse obligadas a vestirse con la más tétrica madurez.
Una pequeña punzada en sus tobillos le hizo apartar la mirada de la destrucción. Maya, la rata albina de Hermes, estaba mordisqueándola con curiosidad. Un ligero ápice de dulzura volvió a apoderarse de sus labios que sonrieron con ternura al ver al animal. La tomó entre sus manos con mucho cuidado y la acarició despacio, con suavidad, como si aquellos mimos pudieran reconfortarla a ella misma.
¿Volver a casa? ¿Esperar? ¿Esperar a qué? ¿Huir? ¿Huir de quién? ¿Seguir adelante? ¿Cómo? Dos de los pilares de su vida se habían derrumbado y su destino se tambaleaba sin equilibrio aparente. Los pensamientos se le agolpaban, le dolían las sienes donde la sangre le hacía palpitar la piel y no sabía qué hacer ni qué ocurriría ahora. Entonces, su último recuerdo de la aldea antes de refugiarse en la laguna, se le presentó como una imagen clara y nítida en su mente: su padre peleando con el padre de Elíseo y la cabaña de Hermes derrumbada, rebosante de llamas, al fondo. Justo en el mismo lugar donde ella estaba ahora mismo. De haber habido manchas de sangre, las cenizas habían terminado con ellas. ¿Qué habría pasado después de aquello? ¿Dónde estaban?
Acunó a Maya entre sus manos, le habló en susurros al oído y le dio un beso tierno entre las orejas. La rata la miraba fijamente mientras se acicalaba y movía los bigotes. Decidió no meterla en el bolsillo para que no se mojase. Consiguió ponerse, de nuevo, en pie y, sin volver a mirar la cabaña para evitar quebrarse una vez más, caminó hacia su casa.
Su madre la cubrió de besos y abrazos al verla llegar y, sin necesidad de mediar palabra, en un pacto de silencio que no hizo falta firmar, le hizo ver lo preocupada que había estado por ella y cómo ahora, que había vuelto sana y salvo, la felicidad la invadía. Preparó una caja de madera con algo de heno, frutos secos y algodón para Maya y la ayudó a quitarse la ropa mojada.
Le preparó un baño y Eva, a pesar del dolor y el llanto que no era capaz de calmar, se sintió reconfortada mientras su madre le cepillaba el pelo que no se había arrancado y la llenaba de espuma y agua caliente.
Su padre volvió a casa a las dos horas y, antes que nada, preguntó por ella, quedando muy tranquilo al saber que había vuelto y descansaba en su habitación. Desde allí, Eva pudo escucharlo contar a su madre todo lo que había acontecido en aquella fatídica noche y que había ido descubriendo al interrogar a todos los implicados. Lázaro, el padre de Elíseo, volvió a la taberna después de haber destrozado el cuaderno de dibujo de su hijo. Una vez allí, cerveza tras cerveza, alentó a los presentes a terminar con los cuentos y la fantasía con los que Hermes estaba corrompiendo a sus hijos. Lo acusó de ser una mala influencia para ellos y de convertirlos en pequeños esclavos de sus más sucios placeres. Mencionó a Eva también. Dijo que era su favorita y que la obligaba a besar sapos, ranas y demás anfibios mientras él miraba y se deleitaba con su encanto infantil. La turba, encendida por el alcohol y las malintencionadas palabras de Lázaro, abandonó la taberna. Encendieron las antorchas en el mercado y clamaron contra el cuentacuentos mientras se dirigían a su cabaña. Nadie pudo detenerlos. Nadie consiguió hacerlos entrar en razón y la cabaña, con Hermes dentro, comenzó a arder y a llenarse de humo. El mismo Lázaro atrancó la puerta, que más tarde se derrumbó, para que el anciano no pudiera huir. Allí apareció Elíseo que empujó a su padre y a punto estuvo de golpearlo en la cara con el puño, pero el amor que sentía hacia Hermes le hizo reaccionar y entrar en la cabaña. Los presentes, presos del miedo, nunca lo vieron salir y, a los pocos segundos, la choza del cuentacuentos se derrumbó con ellos dos en su interior. Eva apareció a los pocos minutos y Lázaro intentó atacarla hasta que su padre lo detuvo y, tras ordenarle que se pusiera a salvo, se enzarzó en una violenta pelea con el padre de Elíseo. Aquello se convirtió en una batalla campal entre los enfurecidos, que celebraban el derrumbe de la morada de Hermes, y los que no consiguieron impedirlo. La sangre se hizo río sobre la tierra y, aunque no hubo que lamentar muertos, los heridos y mutilados, como el padre de Elíseo, que perdió en la batalla el brazo izquierdo, se contaban por veintenas. El resto de la noche fue caos e incertidumbre y transcurrió entre interrogatorios, curanderos y detenciones. Muchos ahora estaban en las celdas de las mazmorras del ayuntamiento, Lázaro entre ellos. Otros, en un improvisado hospital de campaña, en el vestíbulo. Y algunos habían acordado verse después de comer para limpiar los escombros y las cenizas y buscar lo que quedara de Hermes y Elíseo para darles sepultura.
Editado: 11.09.2025