Se adentró en el bosque a través de la laguna en búsqueda de alguna pista, de algo que pudiera hacerle llegar algún indicio de que Elíseo y Hermes habían huido de la aldea. Al amparo de la luz de la luna avanzó por el bosque agudizando todos sus sentidos y procurando hacer el menor ruido posible. No encontró ni rastro de ellos la primera noche y, sin conocer aquella parte del bosque, tuvo la impresión de ir moviéndose en círculos.
Al amanecer decidió tomar un descanso. Trepó a la rama más robusta de un gran roble que encontró, lo suficientemente amplia para poder dormir un rato sin miedo a sufrir una caída. Sacó a Maya de la mochila y la puso en uno de sus bolsillos después de darle un poco de pan. Se recostó sobre un lado y cerró los ojos.
Era más allá del medio día cuando despertó. Bajó del árbol y buscó agua en el bosque. No tardó en encontrar un pequeño riachuelo al oeste. Se mojó la nuca y el pelo y se refrescó la cara. Llenó su cantimplora y observó los alrededores.
—Por aquí también hay sapos.
Juguetona, siguió el croar hasta encontrarlos. Un pequeño grupo de sapillos pintojos tomaba el sol en una de las orillas. Se acercó lentamente, dispuesta a atrapar a alguno para besarlo, pero algo le llamó la atención a su derecha.
—A ese llantén le faltan hojas. No parece que un animal se las haya comido. ¡Alguien las ha arrancado!
Imaginó entonces a Eli buscando aquellas hojas para curar las heridas de Hermes tal y como ella había hecho con él, movida más por la propia esperanza de encontrarlos, que por la lógica. No había llovido en varios días, si él había estado cerca tendría que haber alguna huella.
Miró por todas partes hasta encontrarla. Varias huellas que bien podrían ser del chico provenían desde una pequeña abertura entre los árboles, se acercaban al riachuelo y volvían sobre sus propios pasos. Eva las siguió y se encontró en un claro del bosque que nunca había visitado. Exploró y pudo encontrar restos de la túnica de Hermes y lo que parecía pasta de llantén usada hacía unos días. Definitivamente, habían estado allí.
—¡Sí! ¡Están vivos! ¡Están vivos! ¡Lo sabía!
Daba saltos de alegría. Bailaba como una loca dejándose llevar por la euforia hasta que los arbustos que tenía frente a sus ojos se abrieron. De él surgió aquel lobo que, unas noches antes, la acechó en la laguna, pero esta vez Eva, cargada de adrenalina, no pensaba quedarse impasible ante su presencia.
Tiró la mochila al suelo sin apartarle la mirada. Introdujo la mano hasta uno de los bolsillos y sacó el cuchillo que llevaba para defenderse. El lobo le enseñó los dientes y se dispuso a atacar. Se abalanzó directamente hacia la mano que esgrimía el arma, clavándole los dientes sin misericordia en la muñeca. Sus dedos se abrieron y el cuchillo cayó al suelo. El lobo se relamió. Parecía disfrutar del sabor de la sangre de la niña. Volvió a mirarla a los ojos y salió corriendo en otra dirección.
Eva cogió el cuchillo con su mano menos hábil y se dispuso a ir tras él, pero su antebrazo no dejaba de sangrar y de empaparle la ropa y no tuvo más remedio que desistir. No derramó ni una lágrima. Cogió unas vendas de su mochila y una pomada cicatrizante a base de hierbas, sal y pimienta. Aplicó presión con la venda y extendió el ungüento sobre esta dejando que penetrara por los orificios. Los latidos de su corazón se dejaban sentir en la herida y el ardor le recorría todo el brazo hasta hacer que apenas pudiera moverlo; sin embargo, ni el escozor ni lo profundo que había clavado el animal sus colmillos la hicieron hacer el más mínimo gesto de dolor. Una vez repuesta volvió a emprender el camino y siguió el rastro del lobo hasta que la oscuridad de la noche le hizo imposible seguirlo.
Guiada por su propio instinto siguió avanzando sin temer a nada ni a nadie. Estaba dispuesta a seguir adelante y encontrar a Elíseo y a Hermes, aunque esto fuera lo último que hiciera. Se hizo cómplice de las sombras y, bajo la luz de la luna, entró en comunión absoluta con el bosque. Las estrellas fugaces de aquella noche de agosto le rindieron pleitesía en su danza descendente a través del manto celestial que la envolvía.
Al amanecer volvió a encontrar pistas. Así, pasó dos días y dos noches siguiendo el rastro que Hermes y Elíseo habían ido dejando a su paso. Huellas, semillas, huesos de frutas y trozos de tela eran cada vez más frecuentes. Definitivamente estaba recortándoles camino y cada vez estaban más cerca.
El olor a leña de chimenea la alertó. Confió en su olfato y llegó hasta la cabaña abandonada. Los dibujos de Elíseo sobre la mesa fueron la prueba definitiva de que estaba siguiendo el rastro adecuado. En ese momento, volvió a llorar y se dejó caer, agotada, sobre aquellos colchones raídos. Hundió la nariz en ellos y supo que Eli había dormido donde ella ahora estaba tumbada. Embriagada por aquel aroma, cerró los ojos y se dejó llevar por el sueño. Agotada como estaba por apenas haber descansado los últimos días, quedó tan profundamente dormida que no escuchó el aullido que rompió el silencio de la noche en mil pedazos y solo fue consciente de la presencia del lobo a su lado cuando este llevaba un buen rato lamiendo la herida de su muñeca, cuya venda se había desatado.
Abrió los ojos despacio, sintiendo las cosquillas que la húmeda lengua del animal hacía en su herida. Al verlo, se sintió indefensa y vulnerable y solo el nombre de Elíseo, gritado con todas sus fuerzas, fue lo único capaz de hacer salir por su garganta. Esta vez no hubo ataque, ni tan siquiera le gruñó ni le enseñó los dientes. El alarido de Eva lo hizo retroceder y perderse en el bosque.
Editado: 11.09.2025