La maldición de las hadas

Capítulo 17. Elexendria.

—Me puedo fiar de vosotros, ¿no?

—¿Fiarse, señor? ¿Por qué dice eso?

—¡Ay! Si es que te lo digo siempre, pero es que es la verdad. ¡Te queda tanto por aprender, zascandil! ¿A que tú me has entendido, Eva?

—¡Sí, señor! Y no se preocupe, que no va a pasar nada.

—¿Segura?

—¡Claro, señor! —respondió cuando Elíseo se había alejado un poco—. No vamos a hacer nada que usted no haya hecho ya con Alma. ¡Ja, ja, ja!

—¡Niña! ¡Calla!

—¡Ja, ja, ja! —rio con pícara malicia—. Que no, señor, de verdad. No se preocupe. Si de todas formas este no me hace caso.

—¡Ay, Eva! Ten paciencia, cariño. Ya madurará y se dará cuenta de todo.

Hermes entró en su habitación. Las velas daban un tono anaranjado al pasillo. El silencio reinaba en toda la posada. Eva rozó el brazo de Elíseo, invitándolo a entrar en la habitación que iban a compartir, él apartó el brazo con timidez. Cruzaron el umbral de la puerta y, sin necesidad de mediar palabra, ambos se percataron de que era la primera vez, desde la noche del incendio, que volvían a estar completamente solos. Unas horas antes habían llegado a Elexendria. A pesar de ser ya noche cerrada, pues el camino se alargó más de lo esperado, la majestuosidad y grandeza de la ciudad los sorprendió; aquellas murallas enormes, las torres de vigilancia y el coro de antorchas que alumbraban sus calles y las hacían sonar con su crepitar crearon un grandioso escenario a su paso. Por fortuna no tuvieron que buscar la posada durante mucho tiempo, pues la encontraron nada más atravesar las puertas. Estaban tan cansados que decidieron irse a las habitaciones sin cenar. Ya tendrían tiempo de llenar el estómago a la mañana siguiente.

Elíseo se descalzó y se tumbó sobre la cama. Eva se deshizo la trenza frente al espejo. El chico la miraba de reojo, tratando de disimular lo que le gustaba verla con la melena suelta.

—¿Me cepillas el pelo, Eli?

—¿Yo?

—No, Eli. Tú no. El Eli que vende habichuelas ahí abajo en la calle. ¡Tonto!

—¡Ja, ja, ja! ¡Ay! Es que no sé si voy a saber.

—¿Cómo que no? Ven, coge el cepillo —dijo y le acarició el dorso la mano al entregárselo—. ¿Ves? No muerde. Mira, me lo regaló Alma. Es un cepillo de cerdas suaves, entonces, ni siquiera me puedes hacer daño si tengo algún enredo. Tienes que pasarlo entre veinte y treinta veces por cada zona. Cuéntalas, ¿eh?

—Bueno, lo intentaré, pero si te hago daño, no te quejes.

—Ya verás como no me haces daño.

Elíseo fue contando las pasadas que hacía con el cepillo en cada zona del cabello de Eva. Siempre se preguntó de dónde habría sacado aquel color rosáceo, pero nunca se atrevió a preguntárselo. Solo sabía que desde que la conocía había tenido ese tono en el pelo y estaba completamente seguro de que era su color natural. Eva cerró los ojos y disfrutó de cada instante. Estaba embriagada por la sensación de estar recibiendo una atención tan directa del chico. Elíseo la miraba a través del espejo. Su rostro dulce reflejaba paz. No podía negar que Eva era preciosa, aunque se empeñara en apartar ese pensamiento de su cabeza cada vez que aparecía.

—Creo que ya está. Se te ha quedado muy suave —añadió acariciándole unos mechones.

—Sí. Me lo has dejado precioso —dijo volteando la cara, quedándose a escasos centímetros del chico.

—Será mejor que nos vayamos a dormir. Mañana nos espera un día de largo trabajo en la biblioteca.

—Sí, supongo que sí —comentó Eva con resignación antes de tirarse sobre su cama.

—Eli, ¿pensaste en mí cuando huiste con el señor Hermes? ¿Me echaste de menos?

—¡Claro, Evita! No tenía a nadie con quien meterme. Hermes es más listo que yo y siempre me termina ganando en las batallas de insultos.

—¡Eli! ¡De verdad! ¿Es que nunca te vas a tomar en serio nada de lo que te digo? —protestó Eva antes de darle la espalda.

—¡Ay! Perdona, era una broma…

—¡Déjame!

Pasaron unos minutos en absoluto silencio.

—Eli… —dijo Eva tras unos instantes, pero Elíseo acababa de empezar a roncar.

Se levantó y lo miró. Estaba tumbado en posición fetal, abrazando a la almohada. Eva abrió el armario, cogió una sábana, se la echó por encima y le dio un beso suave en la frente.

—Buenas noches, tontito mío.

Salió al balcón. El verano estaba a punto de terminar y el frío nocturno era cada vez más frecuente. Aquella noche no era una excepción y apenas pudo estar fuera unos minutos antes de que la temperatura reinante la hiciera volver al interior.

Elíseo seguía acurrucado con la sábana que acababa de echarle por encima. Su cuerpo le gritaba que se tumbara a su lado y lo abrazara para dormir, pero sabía que no debía hacerlo por lo que volvió a su cama y se concentró en cada milímetro de su rostro mientras respiraba hondo. Sin embargo, algo la alertó; a través de la pared pudo escuchar el llanto de Hermes, que tampoco parecía poder dormir. Se levantó, salió de la habitación y llamó a la puerta del cuentacuentos. El llanto cesó al instante y el anciano no dio señales de haber escuchado a la niña llamando a la puerta. Era la primera vez que lo escuchaba llorar, pero si él había decidido no compartir su tristeza ni el porqué de esta, ella habría de respetarlo. Dudó entre volver a llamar o no hacerlo y se preguntó qué sería aquello tan grande que hiciera llorar a un ser tan sabio y alegre como él. Finalmente, decidió no seguir insistiendo.



#1829 en Fantasía
#2432 en Otros
#206 en Aventura

En el texto hay: cuentos, hadas, fantasia juvenil

Editado: 11.09.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.