La maldición de las hadas

Capítulo 18. El aroma de las flores.

—No me puedo creer que la hayas robado. ¿Qué habría pasado si te ven?

—¿Si me ven robar una manzana? No creo que hubiera sido un gran problema.

—¡Eli! ¡Es lo que nos faltaba ya! ¡Con lo mal que nos han tratado!

—Precisamente por eso, Evita. No pensaba pagarles después de la forma tan fea en la que nos han hablado.

—¡Estás loco, Elíseo!

—¡Ja, ja, ja! Lo sé, pero a ti te encanta eso —dijo dejando a Eva sin capacidad para reaccionar—. Además, no solo he robado eso. ¡Mira!

El chico abrió su zurrón y sacó dos bollos de pan, tres manzanas más y un pequeño cordel de cuero.

—¡Toma! Arréglate la trenza con esto, que se te ha destrozado entera con la carrera, y vamos a esperar a ver si Hermes llega y nos explica qué pasa con esta maldita biblioteca —añadió señalando el edificio a su espalda.

Eva terminó de comer y se tumbó sobre el banco, apoyando la cabeza sobre el regazo del chico y este le hico cosquillas suaves en la frente con la yema de sus dedos. Ella cerró los ojos y se dejó llevar a un estado de semi inconsciencia transportada por los mimos y las melodías del carrillón.

—Eli, ¿cómo será el carrillón por dentro? —preguntó con aire travieso.

—Solo hay una forma de comprobarlo, ¿no?

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

—¿Colarnos como dos fugitivos y subir hasta la torre más alta para verlo?

—¿Vamos?

—¡Vamos!

—¿Dónde creéis que vais, pequeños delincuentes? —inquirió una voz a su espalda.

—¡Hermes! ¡Qué susto!

—¡Ja, ja, ja! Os he visto tan decididos corriendo hacia el templo, que tenía que deteneros de alguna forma. ¿Cómo es que no estáis en la biblioteca?

—¿Qué biblioteca, señor? ¿Esa sala silenciosa y vacía?

—¡Ay! ¿De verdad no habéis visto la puerta?

—¿Qué puerta? Además, no pudimos, un hombre muy grande con un brazalete de oro con el símbolo de la ciudad intentó abusar de Eva.

—¿Cómo? ¿Un hombre?

—Pero no se preocupe, señor. Elíseo me ha salvado.

—¿Este zascandil? ¿De verdad? Pero, decidme, ¿cómo era ese brazalete?

—Se lo he dicho, señor —procedió Elíseo—. Era un brazalete de oro que llevaba en el antebrazo de su mano derecha con el águila que hemos visto en los estandartes y en el suelo.

—¿Y dices que intentó abusar de Eva? ¡No tendría que haberos dejado solos en esta ciudad! Me maldigo por haberlo hecho. ¿Cómo hiciste para detenerlo, Elíseo?

—No lo sé, señor. Le apreté la muñeca muy fuerte y debí hacerle daño porque salió huyendo.

—Eso no tiene sentido, Elíseo. Según la descripción, la persona que os atacó es uno de Los Nueve. Son los gobernantes de Elexendria, elegidos por su gran fuerza y sabiduría. No es posible que le hicieras daño.

—Señor, el hombre era muy grande, sí, pero yo misma pude ver el horror en sus ojos cuando notó cómo Eli le apretaba la muñeca. Salió despavorido de allí.

—Qué extraño… Pero, lo más importante, Eva, cielo, ¿tú estás bien? ¿Necesitas algo? ¿Te hizo algo?

—Nada, señor. Eli lo detuvo muy rápido, no pudo hacerme nada. Estoy bien.

—Así que tenemos a todo un héroe aquí… y parecía un pueril chiquillo inocente.

—¡Señor!

—¡Ja, ja, ja! Bueno, entremos en la biblioteca, os la enseñaré. Lo que visteis solo fue la antesala.

—Señor —dijo Eva y se percató de que el cuentacuentos había vuelto a estar llorando— usted huele a flores. ¿Dónde ha estado?

—¿A flores? —preguntó sin esperar respuesta evadiendo su mirada—. Vayamos a la biblioteca. Hay mucho trabajo que hacer.

Tal y como les dijo Hermes, al fondo de la sala vacía, había una puerta, también blanca, muy difícil de distinguir a simple vista. Hermes la abrió con cuidado e invitó a los chicos a pasar.

—¡Paciencia! Ahora solo nos quedan quinientos escalones hasta llegar a los libros.

—¡Quinientos! —exclamaron los niños al unísono.

—¿Quinientos? Quise decir mil, perdón, chicos.

Sin embargo, tras más de cuarenta y cinco minutos descendiendo por aquella intrincada, pero cómoda, escalera de caracol iluminada por antorchas tibias y en la que, misteriosamente, corría una fresca brisa, habían contado casi dos mil escalones. Descansaron durante unos instantes para recuperar el aliento y tomar algo de agua. Eva, entonces, notó un detalle en la túnica del cuentacuentos, que trataba de recuperar el aliento y se masajeaba los muslos; tenía pétalos amarillos pegados a la tela, sin embargo, esta vez no dijo nada. Cuando recuperaron el aliento y las piernas dejaron de temblarles, abrieron las puertas y se encontraron ante, como anunció Hermes, la mayor colección de libros que existía en el mundo.

—Además —dijo Hermes sin bajar la voz—, como podéis ver, la biblioteca está diseñada para mantener una temperatura constante y agradable tanto para las personas como los libros durante todo el año, y para respetar el más absoluto silencio que ayude a la concentración, permitiendo, sin embargo, poder hablar con un tono de voz normal y sin necesidad de susurrar porque solo te escucharán aquellos que estén a una distancia máxima de un metro.



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En el texto hay: cuentos, hadas, fantasia juvenil

Editado: 11.09.2025

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