Salieron de la posada agarrados de la mano y corrieron hacia donde los llevaba el sonido de la música, guiados por el camino que marcaban las antorchas encendidas. Unos minutos después, cuando aquel ritmo exótico y carnal invadía todo el ambiente, llegaron a la plaza de la biblioteca. Allí, el gentío, que también había acudido a la llamada, se arremolinaba en torno a un grupo de personas que los animaba a participar. Consiguieron abrirse paso entre la muchedumbre para estar cerca de aquello que empezaba a fraguarse.
—¡Eli! ¿Recuerdas la historia de Hermes?
—¡Sí! ¡Los Kerchief! ¡Son reales!
—¡Sí! Y somos muy afortunados de poder conocerlos.
—Pero recuerda el cuento, Evita. Puede que incluso ya los hubiéramos conocido alguna vez. Según la leyenda, nadie puede recordarlos a la mañana siguiente.
—Así es —dijo Hermes a su espalda, que acababa de llegar—, pero disfrutad del momento, muchachos, aunque nuestra mente no pueda recordar mañana nada de lo que pase esta noche, la magia de los Kerchief quedará grabada en nuestra alma para toda la eternidad.
—¡Bienvenidos, ciudadanos de Elexendria! ¡Dejad que la luna llena os guíe con su mágica esencia y dejaos llevar por el embrujo de esta noche! —exclamó un hombre de tez oscura, barba corta algo descuidada y cabello largo.
Aquel hombre ocupó el centro de la plaza, movió las manos e hizo estallar una bomba de humo verdoso que lo inundó todo. Eva apretó la mano de Elíseo presa de la emoción. Unos segundos después, tras el humo, una niña algo más joven que ellos, apareció. Su piel era algo más clara que la del hombre que había hablado anteriormente. Vestía, como él, una camisa blanca, en su caso, adornada por ribetes verdes y rojos, y una falda verde con bordados sencillos que caía hacia sus tobillos. Llevaba el pelo recogido con una trenza que asomaba sobre sus hombros y caía desde el pañuelo, también verde, a juego con sus ojos, que ocultaba su melena. En el cuello, un medallón sencillo del mismo estilo que los pendientes de acero en espiral que colgaban de los lóbulos de sus orejas y que empezaron a tintinear cuando comenzó a bailar. Segundos después, la música se detuvo por completo y, entreabriendo sus labios, comenzó a recitar. Elíseo soltó la mano de Eva en cuanto escuchó su voz.
«Rinelzig zined ni şenüg o namaz en
ranay ulod ya o ev
releglög ralno adısanra ned zirakıç
zemlö alsA ik mitir e».
Parecían brotar rayos de luz de sus dedos a cada palabra susurrada. Sus ojos se llenaban de magia a cada verso y su trenza danzaba sobre la piel de sus hombros mecida por la suave brisa que reinaba en la plaza. Elíseo la miraba embelesado, con la boca seca, incapaz de moverse, completamente petrificado mientras que un sudor frío le correría la espalda. Eva dejó de sonreír.
Al terminar esos versos en aquella lengua exótica y desconocida, se detuvo. A su espalda brotó otra nube de humo, roja como la sangre y la pasión, de la que surgió otra figura femenina. Una mujer joven de belleza sencilla, pero extraordinaria, ataviada con una vestimenta similar a la de la niña, con adornos rojos en lugar de verdes, comenzó a cantar con una voz profunda y melancólica.
«Cuando el sol del mar se esconde
y la luna llena prende,
salimos de entre las sombras
al compás que nunca muere».
Entonces, de la mano, comenzaron a deleitar al público con su extraña danza al ritmo que marcaban las panderetas, cascabeles, tambores, flautas y laúd. Giraron sobre sí mismas a tal velocidad que parecían levitar sobre el asfalto. Cuando la danza se detuvo, la niña miró a Elíseo directamente al alma y volvió a cantar.
«Nuestro origen es misterio:
penas, hechizos y males.
Somos cuchillo y caricia,
somos destierro y cante».
Los ojos de Elíseo viajaban a través de cada movimiento que hacía la niña, sus oídos solo podían escuchar el silencio más allá de su voz, llena de espesa dulzura, como miel recién cogida de un panal. Sus manos temblaban de deseo por acariciar su rostro y sus fosas nasales aleteaban en un intento fugaz de deleite en aquel aroma especiado. Su lengua seguía completamente seca, pegada a su paladar, pero ávida de compartir palabras con aquel ser iridiscente.
«La música nos devora,
hierve en la sangre morena.
El futuro en nuestra boca
quiebra al presente y lo ciega.»
Eva estaba rígida. El violeta de sus ojos perdió su característico brillo durante algunos segundos. El corazón se le cubrió de hielo y miles de grietas brotaron por sus paredes. Apenas podía respirar y tuvo que buscar apoyo en Hermes para no desvanecerse. El cuentacuentos la abrazó para evitar que se derrumbase. Eva, sin embargo, estaba muy lejos de sentirse mínimamente reconfortada.
La música volvió a ser atrapada por una atmósfera silenciosa y, entonces, las dos chicas, mirando al cielo, clamaron al unísono una súplica ancestral.
«Mira al cielo, cuenta estrellas
y susurra tus secretos,
ven y danza a nuestra vera,
Editado: 11.09.2025