La maldición de las hadas

Capítulo 22. Verdad, perdón y olvido

Hermes quiso correr tras Eva, pero Kavi lo detuvo.

—Hermes, ella no es la única que sufre por amor. Sé por lo que estás pasando. Puedo ver que tus ojos han llorado. Conozco tu pasado. Yo también perdí a mi gran amor. Me la arrebataron ante mis propios ojos.

—¿Cómo lo…?

—Aquella historia corrió de boca en boca durante varias décadas y tuve tiempo de escucharla varias veces. Además, recuerda que esta no es la primera vez que te cruzas con nosotros, tú mismo nos la contaste en aquel momento.

—No puedo recordar nada de eso por más que lo intento…

—Tu mente no lo recuerda, pero en tu alma y en tu cuerpo quedaron cicatrices. ¿Por qué si no confías en nosotros? ¿Por qué no has intervenido cuando Elíseo se ha ido con mi hija? No es solo por lo que dicen las leyendas, es porque muy en el fondo de tu ser, algo te hacía confiar, algo te hacía sentirte unido a nosotros.

—Es cierto…

—Aquella vez, como te decía, cuando nos contaste aquella historia, llegaste a nuestros corazones. Era tan grande el dolor que sentías que sabíamos que una sola vida no sería suficiente para que llegaras a perdonarte.

—¿Qué quieres decir?

—Maya, tu rata albina. Escuché a Nor contaros que es una lastuk navyah. Y es cierto. En ocasiones, a los Kerchief, se nos acercan animales perdidos que, al entrar en contacto con nuestra estirpe, desarrollan su magia. Ya os ha hablado de Gallaeh, que es pura comunión con la naturaleza y con los espíritus ancestrales que la habitan. Maya, como bien ya sabes por boca de mi hija, te ha otorgado el don de la inmortalidad. Fue nuestro regalo para que tuvieras tiempo de perdonarte. Además, sabiéndote mensajero de las hadas, tu presencia en diferentes épocas del mundo lo enriquecería de magia y sabiduría, como bien has hecho.

—Pero el tiempo no ha sido suficiente… sigo sin perdonarme por aquello…

—Lo sé. Lo veo en tu mirada. Es por ello que hoy te traigo un nuevo regalo, siempre que quieras entregarte a mí para poder recibirlo. Es tu decisión, Hermes. Está en tu mano.

Hermes dudó. Miró a Kavi y sus ojos solo mostraban sinceridad. Sin embargo, no sabría qué nuevo regalo podría ayudarle a perdonarse por lo que aconteció hacía más de trescientos años.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó el cuentacuentos.

—Entregarte a mi voluntad para que la magia nos muestre el camino. Quiero llevarte hasta tu recuerdo, quiero que vuelvas a ver a Azarel, que puedas volver a sentir su voz, su olor y su tacto.

—Azarel murió… yo lo maté… —respondió Hermes entre sollozos con la voz rota y manos temblorosas.

—No lo digas, Hermes —interrumpió Kavi—. Deja que el recuerdo hable. No hay peligro. Solo es un viaje a tu memoria. No puedes alterar nada. No hay nada que temer. Todo es posible, mi querido cuentacuentos —añadió antes de guardar un solemne silencio—, todo es posible.

—Azarel… —dijo Hermes de forma entrecortada—.

—Mil veces me cambiaría por ti. Mil veces daría todo lo que tengo por poder volver a tener a mi lado a Drikae aunque fuera por un solo segundo de mi vida, aunque no fuera real, aunque solo fuera un recuerdo. Aquí está la puerta, Hermes —dijo mirando al cuentacuentos—. Tú decides si quieres cruzarla.

Sus dedos jóvenes hacían girar con maestría las páginas del libro de magia que había encontrado. Sus ojos, carentes de arrugas, viajaban por las letras de aquellos hechizos que tanto le fascinaban y estaba empezando a dominar. Los mechones oscuros de su melena se le ponían delante de la cara y por mucho que se empeñaba en dejarlos tras sus orejas, volvían a caer una y otra vez.

—¡Hermes! —dijo una voz a su espalda.

Azarel, con aquella iluminación perfecta de la biblioteca de Elexendria, era incluso más hermoso. Su melena plateada caía sobre sus hombros enmarcando su perfecto cuello. Su rostro, andrógino, mezcla perfecta de suavidad y dureza, adornado por una barba descuidada, le sonreía con sensualidad.

—¿Qué lees? ¿Otro de tus libros de magia? —preguntó mientras se tocaba el colgante con el águila dorada, símbolo de la ciudad.

—Sí. Así es. Estoy aprendiendo mucho.

—Pero Hermes, la magia no existe.

—Que no sepamos usarla no significa que no exista, Azarel. ¿No es magia, acaso, esto que siento por ti? —preguntó rozando su mano.

Un escalofrío recorrió a ambos. Azarel miró a su alrededor y cambió su expresión.

—Nos pueden ver. Este no es lugar, Hermes.

—¡Ay! Es que eres tan guapo que, a veces, se me olvida que eres uno de Los Nueve y que no puedes besarme en algunos lugares.

—Así es, Hermes, pero, esta noche, seré todo tuyo. ¿Vendrás a verme al teatro?

—Sabes que sí. Quiero atesorar en mi memoria todas tus actuaciones. Esa danza tan perfecta que me cautiva. Esa voz ambigua con la que cantas. Tus pechos queriendo salir del vestido.

—Me vas a sonrojar, bribón.

—¡Calla! No he terminado —dijo Hermes coloreando su voz con extrema calidez—. Esa mirada de ojos amarillos delineada y tus labios carnosos embadurnados de carmín que me moriré por besar y morder cuando todo acabe. ¿No decías que la magia no existe? ¿No es eso magia? ¿No es magia que albergues la belleza de los dos mundos con tan grande perfección, Azarel?



#1829 en Fantasía
#2432 en Otros
#206 en Aventura

En el texto hay: cuentos, hadas, fantasia juvenil

Editado: 11.09.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.