La Maldición de las Sombras

Mazmorras.

Mavia estaba segura de que encontraría a sus amigos en la prisión. No habrían huido. Eran guerreros, luchadores natos. Si no estaban en el refugio con los demás, era porque habían caído en batalla o habían sido capturados.

—Debieron ser tomados como prisioneros —murmuró para sí misma, mientras avanzaba a paso firme hacia el palacio, ahora iluminado por la luz del sol.

Sin embargo, la imagen frente a ella no era más alentadora que antes.

El castillo yacía en ruinas, al igual que el resto de la ciudad. La luz revelaba las grietas en los muros, los escombros esparcidos, la desolación absoluta. Pero, al menos, la destrucción había dejado algo a su favor: el acceso a las mazmorras estaba expuesto. Gran parte del suelo del castillo, que una vez había servido como techo de la prisión, se había derrumbado, abriendo un enorme agujero en la tierra.

Mavia se asomó al borde y, sin pensarlo dos veces, saltó. Las mazmorras eran frías, húmedas y completamente vacías. Recorrió cada pasillo, cada celda, cada rincón. No encontró más que ratas correteando entre montones de polvo y cucarachas trepando por las paredes mohosas.

¿La anciana se había equivocado? Estaba a punto de emprender la vuelta cuando algo le llamó la atención.

En el suelo, frente a ella, había una grieta. Pero no era como las demás. Era demasiado perfecta, demasiado recta. Se extendía de un extremo al otro de la habitación, sin curvaturas, sin ramificaciones. Como si no hubiera sido hecha por el paso del tiempo, sino intencionadamente.

Frunció el ceño. Se agachó y deslizó los dedos sobre la abertura. No había indicio de que escondiera algo. Se levantó y caminó hasta la pared. La examinó con cuidado, recorriéndola con la vista y con las manos.

Hasta que lo vio. Un hueco. Pequeño, delgado, casi invisible. Era una ranura vertical, extremadamente delgada. Concentró su magia y transformó uno de sus dedos en una fina daga negra. Lentamente, introdujo la extremidad en la ranura hasta tocar el fondo.

El suelo rugió. El eco de un crujido recorrió los pasillos. La tierra tembló bajo sus pies, la grieta se abrió, partiendo el suelo en dos.

El temblor se detuvo tan rápido como había comenzado. Mavia avanzó hasta el borde y miró hacia abajo.

Frente a ella, un enorme pozo se extendía en la oscuridad. Una escalera de piedra, angosta y en espiral, descendía en círculos hasta perderse de vista.

Si la prisión existía, estaba ahí. Empezó a bajar con cautela. Los escalones eran más estrechos de lo que parecían desde arriba, empinados y peligrosamente resbaladizos. A medida que descendía, la oscuridad se volvía más densa. El aire olía a humedad, a encierro, a algo antiguo.

Después de casi una hora de bajada interminable, Mavia se detuvo.

Miró hacia arriba. La superficie ya no era visible. Miró hacia abajo y tampoco veía el final. Frunció los labios, molesta.

—Esto rídiculo —gruñó.

Si seguía descendiendo así, tardaría una eternidad en llegar al fondo.

Exhaló con frustración, flexionó las rodillas y saltó al vacío. El viento silbó en sus oídos mientras caía. Pero solo por veinte segundos. Luego, sus pies tocaron suelo firme. Miró a su alrededor.

No estaba tan lejos de la superficie como había pensado. La escalera era solo un engaño, un truco para hacer que los prisioneros sufrieran el trayecto.

Pero algo no cuadraba.

Si esta prisión había sido construida hace siglos, antes de que las Sombras tomaran la ciudad…¿Por qué las sombras sabían de ella? El pensamiento la inquietó. Pero lo dejó a un lado.

—Mavia…—El susurro de una voz rota pero conocida la hizo girar.

La voz venía de una celda cercana. En la penumbra, entre los barrotes oxidados, un par de ojos la miraban con alivio.

Brion, uno de los amigos que esperaba encontrar, estaba allí. Tenía el rostro palido y cubierto de sudor, con una herida abierta en la frente. Sus manos, agrietadas y ensangrentadas, se aferraban con desesperación a los barrotes.

—Brion…

Sin pensarlo, arrancó el candado con un simple tirón y empujó la puerta de la celda. Pero nadie se movió. Brion y los demás prisioneros permanecieron inmóviles.

—¿Qué están esperando? ¡Vámonos! —instó, haciendo un gesto hacia la salida.

Silencio.

—Brion —insistió—. Las Sombras se han ido. Están a salvo.

Brion apretó la mandíbula.

—Las Sombras no nos pusieron aquí, Mavia.

Ella parpadeó.

—¿Qué?

Brion levantó lentamente una mano y señaló hacia la oscuridad. Hacia el fondo de la prisión. Más allá de donde la vista podía alcanzar. Mavia entrecerró los ojos, intentando ver. Sus ojos no pudieron, pero su cuerpo lo sintió. Un escalofrío recorrió su columna.

No tuvo miedo. Nunca lo tenía. Pero supo, que algo la estaba observando.

Llevó una mano a su collar, lista para pelear.

—Tienes que irte, Mavia —dijo Brion, con voz tensa—. Consigue ayuda. No puedes contra esa cosa.

Mavia se giró hacia él y esbozó una sonrisa fría.

—Soy la Suprema Mayor.

Arrancó el collar de su cuello y dejó que se transformara en su espada.

La línea negra surgió desde su ojo derecho y se extendió hasta perderse en su cabello.

—Yo soy la ayuda, de la ayuda.

Brion retrocedió un paso. Sabía que a Mavia le enfurecía ser subestimada. No había nada que la irritara más que alguien dudando de su poder. Le gustaba ser temida, respetada, que su nombre hiciera estremecer a sus enemigos.

Pero esa arrogancia, algún día, le costaría muy caro. La oscuridad se agitó.

Cuatro tentáculos negros emergieron de las sombras y se lanzaron hacia ella con una velocidad inhumana. Mavia los esquivó sin esfuerzo. Los prisioneros retrocedieron, con los ojos abiertos de par en par y el terror impreso en sus rostros.

La criatura se dejó ver. Mavia no retrocedió ni un centímetro, pero entendió por qué Brion temía por ella. Aquello que se ocultaba en la prisión no era un enemigo común.




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