La Maldición de las Sombras

El peso del pasado

Los Elfos Azules habitaban la zona marítima más cercana a Tercia, a solo cuatrocientos kilómetros al sur. En condiciones normales, habrían tardado menos de medio día en llegar.

Pero este no era un viaje normal. Transportar a ciento cincuenta personas, muchas de ellas heridas, enfermas o debilitadas por el hambre, ralentizaba la marcha. La caravana avanzaba a un paso desesperantemente lento.

Cuando el sol empezó a descender, Lara hizo una sugerencia.

—Debemos buscar un lugar seguro para pasar la noche —dijo, señalando a su alrededor—. No llegaremos antes del anochecer.

Mavia cruzó los brazos.

—¿Dónde sugieres acampar?

—En la pradera. Desde ahí podremos vigilar todo el campamento y reaccionar a cualquier ataque.

—¿Estás loca? —bufó Mavia—. Seríamos un blanco fácil. En un descampado, si las Sombras nos encuentran, no habrá dónde ocultarnos.

—Dentro del bosque estaríamos atrapados —replicó Lara—. Si nos atacan allí, tendrían ventaja.

La discusión escaló con rapidez. Lara insistía en que la visibilidad del campo abierto les daría una mejor oportunidad de defenderse. Mavia argumentaba que, sin refugio, proteger a todos sería más dificil.

Se pelearon tanto que no se dieron cuenta de que el sol ya se había ocultado casi por completo.

Y, al final, no importó quién tenía razón. La caravana tuvo que detenerse en medio de un viejo camino rodeado de maleza.

Con resignación, los tercianos encendieron una fogata, compartieron lo poco que tenían para comer y prepararon el suelo para dormir. Pero Mavia y Lara no estaban listas para dejarlo ir.

Lo que había comenzado como un desacuerdo sobre el campamento se convirtió en algo más personal.

—¡Esa cosa pudo matarme! ¡A mí! ¡A todos! —rugió Mavia, con los puños cerrados.

Una vena se marcaba en su cuello, aunque no latía.

—¡Madre te envió a ayudar y lo único que hiciste fue estorbar! ¡Dejaste escapar al enemigo! ¡Hiciste que me hirieran!

Lara no se quedó atrás.

—¡No puedes matarlos! —gritó, con igual intensidad—. ¡No sabemos quiénes son! ¡Imagina si matas a…!

—¡Murió!

El grito de Mavia retumbó en el campamento.

El silencio cayó de golpe.

Mavia respiraba con pesadez, pero su mirada era firme.

—Entiéndelo de una vez —escupió con frialdad—. Él no es una de esas cosas. Madre lo mató con sus propias manos. Supéralo de una maldita vez.

Lara la miró con ira. Su voz tembló al hablar.

—Madre jura haber matado a muchos, pero más de una vez vi a sus muertos respirar.

Mavia rió, una carcajada oscura y burlona.

—Si quieres vivir de fe y esperanza, adelante —dijo con sarcasmo—. Pero no arrastres a los demás contigo. Madre es capaz de cometer atrocidades que tu mente inocente no puede soportar. No lo olvides la próxima vez que la defiendas.

Los ojos de Lara se encendieron con furia.

—¡Ya basta!

Su voz tronó más fuerte que nunca. Ya no temblaba. Ya no dudaba.

—Madre no es mala —continuó, con firmeza—. Nos ha protegido siempre. Tú eres la que prefiere cegarse de odio en vez de aceptar la verdad.

Mavia entrecerró los ojos.

—¿Y cuál es la verdad, Lara?

Lara dio un paso al frente.

—Oh... ¿Ya lo olvidaste? ¿Quién puso la espada en el cuello de Zen? ¿Y quién lo salvó?

El campamento entero contuvo el aliento. Mavia perdió la cabeza.

Ni siquiera pensó. Desenvainó su espada y la blandió contra su hermana. Pero Lara no era una debilucha. Bloqueó el ataque con su propia espada y el sonido del acero chocando resonó en la noche. Se quedaron en un forcejeo, sus rostros a solo centímetros de distancia.

—No te tengo miedo, Mavia —murmuró Lara, con una mirada firme.

Mavia presionó su peso contra la hoja.

—Entonces eres más idiota de lo que pareces.

Con un movimiento brutal, rompió el forcejeo.

Ambas hermanas quedaron de pie, midiendo a la otra con la mirada, adivinando su próximo movimiento. Pero nada más sucedió.

Mavia envainó con un chasquido seco.

—No vuelvas a nombrarlo —dijo, con la voz baja y peligrosa—. No eres digna de pronunciar ese nombre.

Lara la observó marcharse.

—¿Y tú sí? —susurró.

Pero Mavia ya estaba demasiado lejos para escucharla.

Detrás de ellas, un grupo de tercianos temblaba de miedo.

Habían visto muchas cosas en sus vidas, pero una pelea entre Supremas…Eso era otra historia.

Algunos corrieron a contarles a sus familiares lo que había sucedido. Otros, simplemente, no pudieron dormir. Brion intentó calmar los ánimos, pero fue inútil. Al final, se resignó y se unió a la charla cuando una joven de cabello rojo como el fuego se acercó a él.

Tenía los ojos oscuros como el carbón, la piel pálida y vestía harapos. Le ofreció un pedazo de pan.

—¿Por qué se odian tanto? —preguntó.

Brion aceptó el pan, le dio un mordisco y contestó con sarcasmo:

—No se odian. Simplemente no soportan la presencia de la otra.

—Entonces… ¿Por qué no se soportan?

Brion suspiró.

—Es una historia larga —dijo, hablando rápido y en voz baja, como si temiera que alguien más lo escuchara— Pero, resumiendo: alguien mató a alguien, nadie sabe por qué, Mavia culpa a Lara y Lara culpa a Mavia.

La joven frunció el ceño.

—¿Ese "alguien" muerto es Zen? ¿Y la culpable es la reina Hydna?

Brion se tensó.

—No.

Ilma ladeó la cabeza, curiosa.

—Zen fue motivo de separación y rencor, —continuó Brion— pero no de odio.

Su mirada se perdió en la fogata.

—Hydna, en cambio… ella sí.

—¿Qué hizo?

Brion no contestó de inmediato. Parecía atrapado en sus propios recuerdos.

—Hizo lo suficiente como para merecer arder en el Infierno —murmuró finalmente.

Ilma bajó la vista.

—¿Qué pudo ser tan terrible como para separarlas así?

Brion la miró con recelo. Ella se apresuró a justificarse.

—Solía tener una hermana. Peleábamos mucho.




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