La Maldición de las Sombras

La muralla y la noche de fuego

El resto de la noche transcurrió en calma. Mavia permaneció en vela, vigilante ante cualquier posible ataque de las Sombras, pero no detectó ni el más mínimo movimiento sospechoso. A lo largo del camino, los Tercianos dormían profundamente, sus ronquidos formando una cacofonía desafinada.

Con los primeros rayos del sol, la caravana retomó la marcha. Lara avanzaba al frente, guiándolos, mientras que Mavia permanecía en la retaguardia, asegurándose de que nadie quedara atrás. Todo transcurría con normalidad hasta que, a media mañana, la caravana se detuvo abruptamente.

Mavia, creyendo que finalmente habían llegado al territorio élfico, corrió hacia el otro extremo de la multitud. Sin embargo, al llegar, se encontró con Lara, inmóvil frente a una inmensa muralla.

—¿Llegamos? —preguntó Mavia, frunciendo el ceño.

—No. —respondió Lara, sin apartar la vista de la estructura— Alguien construyó esto en medio del camino. Tendremos que rodearlo.

El muro tenía al menos cuatro metros de altura y se extendía hacia los lados hasta donde la vista alcanzaba.

—No tenemos tiempo para eso. —dijo Mavia con impaciencia— Ni siquiera sabemos qué tan largo es. Es más rápido destruirlo y seguir por el camino que ya conoces.

Lara la miró con desaprobación.

—¿Derribarlo? ¿Sin saber quién lo construyó ni si es amigo o enemigo? Solo nos meteremos en más problemas.

—Lara, tenemos un ejército de Sombras pisándonos los talones y ciento cincuenta personas incapaces de pelear. No podemos permitirnos quedar atrapados contra este muro… moriran todos.

La lógica de Mavia era irrefutable, pero Lara aún se resistía a tomar una decisión tan drástica. La discusión continuó unos minutos hasta que Ilma, quien había permanecido cerca de Lara, las interrumpió con voz urgente.

—¡Altezas! —llamó, logrando captar su atención— Tenemos compañía.

Cuatro jinetes se acercaban a gran velocidad. Sus ropajes metálicos relucían bajo el sol, y cada uno portaba una larga vara con una tela ondeando en la punta. Al llegar frente a la caravana, desmontaron con rapidez.

Sin decir palabra, dos de ellos apresaron a Lara, atándole las manos con una cuerda. Intentaron hacer lo mismo con Mavia, pero ella se apartó con agilidad antes de que pudieran siquiera rozarla.

Lara, desconcertada, miró a su hermana antes de sacudir las muñecas con un movimiento sencillo y librarse de las ataduras. Uno de los jinetes, irritado por su actitud, descendió de su caballo y, con absoluta torpeza, intentó golpearla en el rostro.

Lara, siempre dueña de un temperamento bondadoso, no respondió con violencia. En su lugar, esbozó una leve sonrisa y lo fulminó con la mirada. Mavia, por su parte, se desternillaba de la risa.

La reacción de las hermanas solo enfureció más a los hombres, quienes, frustrados, comenzaron a exigir respuestas en un idioma desconocido para ellas.

—Si me permiten, Altezas, yo hablo su lengua. —intervino Ilma— Sería un honor traducirles.

—Adelante. —dijo Mavia entre carcajadas.

Ilma se acercó a los jinetes y comenzó a intercambiar palabras con ellos. Lara los observaba con atención; algo en esos hombres no le gustaba. Una extraña energía los rodeaba, algo oscuro, desagradable.

—Son humanos de Noga, Altezas. —tradujo Ilma tras unos minutos de conversación— Su rey reclamó estas tierras hace unos meses y ordenó la construcción de esta muralla. Ellos solo están haciendo guardia. Creen que somos mendigos intentando entrar a la ciudad y nos exigen que nos vayamos de inmediato.

Mavia entrecerró los ojos.

—Pregúntales quién le dio autoridad a su rey para reclamar estas tierras.

Ilma obedeció. Era sabido que los humanos tomaban lo que querían sin pedir permiso, pero construir una muralla en territorio de las Criaturas era otro nivel de osadía.

La respuesta del jinete llegó rápido y Ilma la tradujo con dificultad, reprimiendo una risa.

—Dice que su rey fue nombrado por su Dios para gobernar y que, por lo tanto, toda su autoridad y poder emanan de él, el Rey de todo el mundo.

El comentario desató carcajadas entre los presentes. No era la primera vez que las Criaturas escuchaban semejantes disparates, y sabían que no sería la última.

Fue entonces cuando una idea cruzó la mente de Mavia. Una forma ingeniosa de solucionar el problema… y de paso, castigar a los humanos por su atrevimiento.

Se acercó a la muralla, miró a los jinetes y, apoyando la palma de su mano sobre la piedra, pronunció con voz firme:

—Haspo.

Al instante, dos kilómetros de la muralla se desplomaron, levantando una densa nube de polvo.

—Yo soy su Dios ahora. —exclamó Mavia con diversión.

Los jinetes, aterrados, se arrojaron al suelo y comenzaron a reverenciarla, lo que provocó una nueva ola de risas. Ilma tradujo las palabras de Mavia, y los humanos incluso dejaron escapar algunas lágrimas.

Sin embargo, Lara no encontró la escena divertida. Ningún ser vivo merecía ser humillado, y mucho menos por sus creencias. Con un tono más sereno, les ordenó ponerse de pie y les advirtió que no hablaran de lo que habían visto. Sabía que los humanos eran hostiles con aquello que no comprendían; si difundían lo sucedido, podrían ser acusados de locura o herejía… y condenados a muerte.

Con el camino despejado, la caravana cruzó con facilidad. Una vez que el último niño y mujer pasaron al otro lado, Lara extendió sus manos y, utilizando la magia de creación, reconstruyó el muro como si nunca hubiera sido derribado.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Mavia, desconcertada.

—Porque hay un ejército de Sombras detrás de nosotros. —respondió Lara, caminando hacia adelante— Esto las retrasará un poco… si es que realmente vienen.

Mavia no tuvo respuesta. Se limitó a seguir a su hermana, sin apartarse de su lado.

Apenas unos kilómetros los separaban del reino de los Elfos Azules, pero los más jóvenes y ancianos estaban agotados. Mavia ordenó detenerse para descansar y comer antes de continuar. Sin embargo, el sol comenzó a descender con rapidez.




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