Unos minutos después, Mavia había recuperado la razón. Primero, vio el mar de sangre que la rodeaba. Luego, sus ojos se encontraron con el cuerpo sin vida de Kira. Por último, miró sus manos con recelo, incrédula de lo que habían hecho.
—Kira… —se desplomó de rodillas junto a su vieja amiga, tratando de hablar, pero sin encontrar las palabras.
Una sutil lágrima se deslizó de su retina, aunque no era de pena ni de culpa.
—Te dije que te callaras…
No entendía, no recordaba. Solo intuía que algo había ocurrido aquel día, un día que apenas podía reconstruir con fragmentos arrancados de la mente de alguien más. Algo dentro de ella se había desbalanceado, inclinándola hacia un lugar oscuro que, poco a poco, la consumía. Despacio pero sin pausa, perdía el control de su mente; sus pensamientos se desbordaban y la realidad se le distorsionaba.
"¿Aún soy yo?"
Sacudió la cabeza, apartando de su mente cualquier drama, y se dispuso a buscar su armadura para regresar a la fortaleza de los Elfos Azules. Lara tenía explicaciones que dar… y golpes que recibir. Cuanto antes llegara, mejor. Para su desgracia, no pudo encontrar su preciada armadura, así que no tuvo más opción que tomar la que Kira llevaba puesta.
Una vez vestida, asomó la cabeza por la puerta, cruzando los dedos para que no hubiera un centenar de Demonios Negros esperándola para devorarla viva. Cuando se aseguró de que el camino estaba despejado, comenzó a deambular por el largo túnel de roca sin saber muy bien en qué dirección iba ni dónde estaba.
Después de un rato, llegó al final del túnel, solo para encontrarse con un callejón sin salida. Frente a ella se extendía una gran habitación redonda… completamente vacía.
"Era para el otro lado."
Giró sobre sí misma y regresó sobre sus pasos. No sabría decir cuánto tiempo caminó, pero fue suficiente para agotarla y hartarla. Sin embargo, al menos le permitió pensar, reflexionar sobre el pasado y el presente, sobre cómo pequeñas acciones desencadenaban enormes consecuencias. A veces, las personas ignoran los detalles y, cuando llega el final de la obra de sus vidas, se preguntan: ¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué? Sin darse cuenta de que, con un poco más de atención, podrían haber entendido e incluso cambiado su destino.
Las advertencias y señales siempre estaban ahí, ocultas a plena vista. Ignorarlas o buscarlas ya no dependía de ellas.
Pero Mavia no se consideraba una persona distraída. Observaba lo diminuto, lo insignificante: el aleteo de una mariposa, el sendero que deja la lombriz al arrastrarse. De esa forma, se adelantaba a todo, incluso a lo que venía después de lo que estaba por ocurrir. Tenía una peculiar habilidad: crear mil desenlaces distintos a partir de un solo inicio.
Perdida en el infinito mar de su mente, siguió caminando hasta que, finalmente, divisó un destello de luz a lo lejos. Entonces, un pensamiento rebotó en su cabeza como un conejo asustado.
"¿Cómo es posible que no haya encontrado ni una sola Sombra, Humano o Demonio en todo el trayecto?"
—¡Ay, maldición! —gruñó al darse cuenta.
No estaban en el túnel. No, claro que no. En un espacio cerrado no podrían luchar sin arriesgarse a quedar enterrados vivos. Obviamente, la estaban esperando afuera.
Recogió un par de piedras y, con la magia de creación que tanto le gustaba, las transformó en espadas. Luego, con el cuerpo cansado pero la mente decidida, siguió avanzando. Estaba lista para matar a quien se interpusiera entre ella y la paliza que anhelaba darle a su hermana.
Las Sombras confiaban en sus números y estrategias para derrotarla. Mavia confiaba en ser Mavia.
Con esa seguridad, tan suya, salió del túnel… y descubrió que tenía razón.
Un ejército de humanos poseídos la esperaba. No sabría decir si eran cientos o miles, pero su número era considerablemente alto.
"Son solo humanos."
Fáciles de herir. Fáciles de matar.
Por más poder que obtuvieran, sus cuerpos seguían siendo débiles, frágiles. Mientras que criaturas como ella podían soportar impactos devastadores y seguir en pie, los humanos difícilmente sobrevivían a las mismas condiciones.
Sin necesidad de pensar, sin razonar ni predecir, corrió directo hacia el enemigo. Sus espadas resplandecían al alzarse, y el pasto crujía bajo sus pasos.
El enemigo reaccionó de inmediato, formándose en un círculo cerrado a su alrededor, creyendo que así la acorralarían.
Error.
No era ella quien estaba atrapada por las Sombras. Eran las Sombras las que estaban abrazando su propia muerte.
Mavia atacó primero. Apuñaló en el abdomen a los dos humanos más cercanos, pateó a otro en el pecho y, al sacar su espada del cuerpo de una de sus víctimas, le rompió la nariz con un codazo a un enemigo que se acercaba por su espalda.
Desde la retaguardia, un humano intentó sorprenderla con un hechizo de fuego, lanzando una ola ardiente hacia ella. Mavia reaccionó al instante, envolviéndose en una burbuja de agua. Los demás humanos que la rodeaban no tuvieron tanta suerte: fueron carbonizados en el acto.
Aprovechando la oportunidad, usó un hechizo de aire. Desde ella, una alargada onda expansiva cortó el aire como una cuchilla invisible, partiendo a la mitad a todos los que alcanzó.
Y así continuó la batalla: sola contra quién sabe cuántos.
Verla en acción era presenciar un espectáculo hipnótico.
Su cabello plateado revoloteaba en el aire, y sus movimientos seguían el ritmo de un compás marcado por la muerte. Danzaba en medio de la matanza con tal gracia que cualquiera que la viera sentiría envidia. Podía transformar la más grande de las desgracias en la más hermosa de las obras de arte.
Cuando el último humano cayó muerto a sus pies, Mavia detuvo su preciosa danza.
Con la respiración agitada, dejó caer las espadas y se sentó a descansar un momento. Miró en todas direcciones, asegurándose de que nadie la atacaría por la espalda. Pero solo encontró cadáveres.