A unos kilómetros de Mavia, Lara se encontraba en la primera fila del ejército élfico, con la piel de gallina y los pelos de punta. Se aferraba con fuerza a su espada, consciente de que, aunque la gran muralla aún los separaba del enemigo, no resistiría mucho más.
Habían formado una línea de defensa estratégica para recibir a los invasores cuando ingresaran a la fortaleza, pero Lara sabía que no funcionaría. Los elfos, aunque eran una de las ocho razas originales, no eran guerreros. En cambio, los humanos fueron creados para la guerra.
Ella era fuerte, sí; pero aborrecía la lucha más que cualquier otra cosa. Sabía que no podía frenar un ejército, ni aunque lo deseara.
Aun así, ahí estaba la Suprema Menor, temblando como una hoja al viento, suplicando al cielo que la batalla fuera fácil. Pero no iba a retroceder. No importaba si eso le costaba la vida.
Tal vez ese era el único punto en común que tenía con su hermana: cuando una de ellas se enfrentaba a la adversidad, nada podía moverla hasta que ganara. Eran valientes, cada una a su manera. Aunque, quizás, Lara lo era un poco más.
Cualquiera saltaría de un precipicio si supiera que puede volar. Pero solo un verdadero valiente saltaría sin saber si tiene alas.
—¿Cuándo atacarán? — preguntó Lara a Hydna, su madre.
—No lo sé. Tal vez solo quieren encerrarnos y matarnos de hambre — respondió la reina de los dioses, inquieta.
El silencio del otro lado del muro era opresivo. Cada minuto que pasaba se hacía más insoportable.
No sabían cuánto tiempo llevaban de pie, esperando el ataque. Quizás diez horas, tal vez más.
El rey élfico, culpando a Lara e Hydna por la situación, les ordenó hacerse cargo de ella. También dio la orden de evacuar a los elfos que no formaran parte del ejército, incluida la familia real.
—No arriesgaré mi descendencia por vuestras tontas acciones —declaró antes de subir al primer barco que encontró.
Lara apretó los dientes con fuerza. Las venas de su cuello palpitaban, sus músculos estaban tensos.
—Es mi primera vez al frente —murmuró, ansiosa.
—Tranquila, aún no estamos peleando — intentó calmarla Hydna, aunque ella también estaba nerviosa—. Pero cuando llegue el momento... y llegará... sé que lo harás bien.
Lara sonrió, agradecida por la mentira. Se permitió aferrarse a ella, aunque fuera solo un poco.
Pero otra vez, no tuvo oportunidad de demostrar su valía. Su coraje se desvaneció como la bruma.
Desde el otro lado de la muralla, un grito bestial rasgó el aire. Un rugido inhumano que secó gargantas y erizó la piel de todos los presentes.
El choque de espadas y los gritos de agonía le siguieron al instante.
Los elfos se miraban entre sí, aterrados. No podían ver lo que ocurría más allá del muro. Pero Lara e Hydna podían imaginarlo. Se acercaron instintivamente, como si pudieran protegerse mutuamente.
El estruendo de la batalla duró unos minutos. Luego, la brutal sinfonía de la muerte se apagó, dejando un silencio sepulcral.
Y entonces, la gran puerta de madera se derrumbó con un estruendoso crujido.
A través de la polvareda emergió una figura tambaleante.
Mavia.
Estaba agotada, con la respiración agitada y el cuerpo cubierto de heridas. Cargaba el inerte cuerpo de su amigo Shion en brazos.
Lara sintió el corazón arder de miedo. Instintivamente, se escondió detrás de su madre.
Mavia avanzó, dejando tras de sí un camino de sangre. No la suya, sino la de sus enemigos. La goteante estela escarlata en su cabello y sus pisadas guiaban hasta el campo de cadáveres destrozados.
Arrojó a su amigo al suelo, dejando que los elfos se lo llevaran a los maestros sanadores.
Uno de ellos abrió la boca para hablar, pero se arrepintió en cuanto vio su mirada.
El cabello le cubría parcialmente el rostro, pegado a su piel con la sangre fresca. La sangre seca de sus combates anteriores comenzaba a formar costras y desprenderse de su cuerpo.
Su aspecto era perturbador. Como un demonio de pesadilla.
Su mirada estaba desenfocada. Líneas blancas y negras salían de sus ojos de una forma anormal, más como garabatos sin sentido que marcas.
El veneno del demonio negro había tornado su piel morada.
Antes, intentó curarse, pero estaba tan débil que ni siquiera eso podía hacer. Las hierbas que Lara le había dado la habían debilitado en más de una manera.
—¿Estás bien? —Lara asomó la cabeza desde la espalda de su madre. Se acercó lentamente, con auténtica preocupación. — ¿Qué te hicieron?
Mavia se giró con una velocidad inhumana y la sujetó del cuello, levantándola del suelo.
Lara se quedó sin aire. Su respiración se cortó mientras sentía la presión en su garganta y la amenaza en los ojos desquiciados de su hermana.
Mavia sonrió, con una expresión exagerada.
—Dime, Lara... ¿Te gustaría conocer tus entrañas?
Lara forcejeó, aterrorizada.
—La verdad... no, no me... gustaría —balbuceó, sintiendo el miedo treparle por la espalda.
Hydna observaba la escena, impactada. Era incapaz de ver en los ojos de Mavia el menor rastro de la niña que alguna vez conoció.
Por un instante, creyó que le habían robado el alma.
La guerrera se desplomó de repente, como si su cuerpo no pudiera sostenerse más.
Las marcas negras y blancas se desvanecieron de su rostro.
Lara cayó junto con ella.
—¡¿Qué demonios fue eso?! —exclamó, arrastrándose hacia atrás con el corazón desbocado.
Hydna se apresuró a levantarla.
—Ayúdame. Tenemos que llevarla con los maestros.
Lara, aún temblando, la ayudó a cargarla.
—¿Qué le pasa? — preguntó.
—Para empezar, está enojada. —Hydna le lanzó una mirada acusadora— Y en segunda, está envenenada.
Lara sintió un escalofrío.
—¿Se está muriendo?
—Sí.
No hizo falta decir nada más.
Ambas salieron corriendo, con Mavia a cuestas, en busca de los maestros.