—Entonces… ¿Cómo dices que te llamas? —interrogó Shion a la joven Nomo que los acompañaba.
—Rabankranta, señor —respondió tímidamente, con la vista clavada en el suelo y un tono de voz suave.
—Qué difícil es. —susurró Shion, frotándose la frente como si le hubiera dado dolor de cabeza— Te llamaré Raba ¿Está bien?
Raba asintió con desgano. Aunque no dijo nada, se sintió profundamente ofendida. En su pueblo, tener un nombre era un honor, un símbolo de que su gobernante los había reconocido. La reina Cifren, en persona, se lo había otorgado luego de su primera demostración en la Arena, donde venció a todos sus adversarios. Que la llamaran de otra forma no era solo una falta de respeto hacia ella, sino también hacia su reina.
Pero, considerando que quien la injuriaba era el protegido de la Suprema Mayor, protestar le pareció una pésima idea.
—Déjala en paz, Shion. No te lo dirá, pero la estás incomodando. —intervino Mavia, conocedora de la cultura de los Nomos.— Tenemos que rodear Tercia. ¿Será mejor por el este o por el oeste?
—Por el este el bosque se vuelve demasiado espeso. Tardaríamos varios días en atravesarlo —informó Raba.
—Entonces iremos por el oeste.
Tercia estaba ubicada en el corazón de Tierra Nueva. Era el punto medio del camino para muchos viajeros y, durante años, fue el sitio de paso más concurrido. Las noches se llenaban de bullicio: voces, risas, canciones en posadas y bares. El humo de las asaderas impregnaba el aire con un aroma exquisito, capaz de abrirle el apetito a cualquiera. No había alma viajera que no hubiera pisado al menos una vez sus polvorientas calles.
Pero ahora era un reino fantasma.
Rodear el reino no era tarea fácil. El norte y el sur no presentaban mayores problemas, pero el este y el oeste sí. Al este, el bosque era tan denso que caminar a través de él era casi imposible, a menos que se fuera un ágil reptil. Los árboles crecían cerrándose unos con otros, sus raíces sobresalían del suelo varios metros, y sus cortezas estaban cubiertas de espinas afiladas, listas para arrancarte un ojo con el menor descuido.
Al oeste se hallaba Noga, un reino renegado al que no le gustaban las visitas. Solian matar a cualquiera que tocara a su puerta y dejar los cadaveres a la vista como advertencia.
Entre un bosque impenetrable y un reino mal llevado, la elección era clara. Los tres viajeros emprendieron rumbo al oeste, a paso calmo pero constante, esperando no encontrarse con contratiempos.
Les tomó casi medio día recorrer un tercio del camino. El sol comenzaba a descender cuando divisaron la silueta de una ciudad al final de una colina. Deseando que no fuera una aldea humana, aceleraron el paso, con la esperanza de pasar la noche en una habitación cálida y disfrutar de una cena abundante.
Al llegar, se extrañaron por no tener a nadie a la vista. Las casas, hechas de pino y lianas, parecían haber sido arrasadas por un tornado o algo similar. Muchas estaban completamente destruidas; otras, solo en parte, tenian grandes agujeros en paredes o techos.
—¿Qué habrá pasado? —preguntó Shion, observando una casa sin tejado.
—Algún desastre natural, probablemente —respondió Raba, curioseando entre los escombros.
Mavia siguió caminando, ignorando el desastre. Para ella, no había duda de que aquella aldea pertenecía a un grupo humano. Pero si la naturaleza los había azotado con tal violencia… ¿Por qué no había cadáveres? El desastre no parecía antiguo. La naturaleza aún no reclamaba el terreno; apenas una delgada capa de polvo cubría los restos. Podían haber movido los cuerpos, pero en ese caso la tierra estaría marcada, y el olor a muerte seguiría presente.
Una suave brisa golpeó los rostros de los tres viajeros, trayendo consigo algo más que aire fresco.
—Huele a sangre —dijo Mavia, saliendo veloz en dirección al origen del olor. Raba y Shion la siguieron de inmediato.
Cuando llegaron, quedaron enmudecidos. Esperaban encontrar un grupo de aldeanos muertos, una pelea, o incluso una cacería. Pero lo que vieron superaba cualquier imaginación.
Una mujer joven yacía en el suelo con una lanza clavada en el pecho. A sus pies, un bebé recién nacido, aún unido a su madre, lloraba de dolor con una flecha incrustada en su pequeña espalda.
La madre, una humana ordinaria, llevaba varias horas muerta. Pero su hijo se aferraba con fuerza a la vida, gritando con toda la energía de sus diminutos pulmones. Raba se apresuró a socorrerlo: retiró la flecha, curó la herida y lo envolvió en su capa de viaje, brindándole el calor que tanto necesitaba.
Mientras tanto, Shion y Mavia se acercaron a la madre. Tenía los ojos abiertos y un brazo extendido, como si hubiera querido señalar algo. Buscaron, pero no encontraron nada.
—Es muy joven —comentó Shion, examinando sus manos—. No debe tener más de trece años humanos. Es solo una niña.
—Lo sé —respondió Mavia, cerrándole los ojos.
—¿No la revivirás?
Mavia negó con la cabeza.
—Las personas que se van sonriendo no quieren volver —dijo, mostrando la leve sonrisa que la sangre apenas dejaba ver.
Shion observó el rostro de la joven. Parecía en paz, casi feliz. Pero la apariencia rara vez es la realidad ¿Cómo creer en una sonrisa ensangrentada?