La Maldición de las Sombras

Bestias

— ¿Qué hacemos con el bebe?—Cuestiono Shion.

—Es un híbrido, los humanos lo matarán si lo dejamos —dijo Raba, sosteniendo al bebé de forma protectora.

—¿Híbrido? —Shion se acercó para verlo mejor. Su piel era del color de la miel, sus orejas ligeramente puntiagudas y, a diferencia de muchos bebés humanos, tenía una abundante melena negra. Se inclinó y olfateó la piel del infante a través de la tela que lo cubría.— ¡Es cierto! No huele a humano… Aunque tampoco reconozco de qué raza desciende.

Se les llamaba híbridos a los descendientes de una criatura y un humano. Verlos era raro, pero de vez en cuando aparecía alguno. Solo los afortunados nacidos lejos de las aldeas humanas o acogidos por los reinos de criaturas tenían oportunidad de vivir.

Aunque la mayoría de los humanos negaban la existencia de las criaturas, aquellos niños que nacían con claras diferencias físicas eran brutalmente asesinados por su propia gente. Sin piedad ni tregua: los abandonaban, mutilaban, asesinaban o arrojaban desde abismos. Un híbrido no tenía lugar entre los humanos, a menos que naciera con un cuerpo completamente humano.

Durante años hubo discusión sobre si debían ser considerados parte del reino de las Criaturas. Con el tiempo, quedó claro que tenían muy poco en común con los humanos, y al ser sus principales víctimas de caza, fueron acogidos entre las criaturas.

Estuvieron largo rato discutiendo qué hacer. No podían llevarlo con ellos, pero tampoco podían abandonarlo. Nadie criatura deja atrás a quien no puede sostenerse solo.

Entonces Raba tuvo una buena idea. Su raza era capaz de transmitir sentimientos a los animales, como si fueran mensajes espirituales. Así que llamó a una pequeña manada de lobos. Con toda la cortesía posible, les pidió que llevaran al bebé hasta la fortaleza de los Elfos Azules. Allí debían buscar a otro Nomo, capaz de entenderles y transmitir el mensaje.

Mavia tomó el ropaje de la joven difunta e improvisó una canasta. Depositó al bebé en ella y la entregó al lobo más grande de la manada, de pelaje color café. Con sus afilados dientes, el lobo sostuvo la tela con cuidado. Asegurado el niño, la manada dio media vuelta y desapareció entre los matorrales que rodeaban el pueblo destruido.

—Es increíble que sobreviviera tanto tiempo con esa herida.

Mavia no podía dejar de mirar a la mujer. Algo en ella la inquietaba: la forma en que había muerto, su gesto, su posición… ¿Qué era lo que no estaban viendo? ¿De verdad la habían matado los humanos? ¿Por qué la criatura que engendró al niño no estaba con ella?

—¿No se les hace raro? —pensó en voz alta — Que una humana haya tenido un hijo con una criatura… pero aún más raro, que no haya rastro de esa criatura, y todavía más que no reconociéramos el olor de su raza.

Shion y Raba se miraron, confundidos. No habían analizado la escena con tanta profundidad, pero era cierto: la situación era extraña desde cualquier punto de vista.

Desde unos matorrales cercanos se oía el crujir de hojas y ramas aplastadas. Alguien se acercaba. Torpemente, pero con rapidez. Iba directo hacia ellos.

Al advertir la compañía, los tres se cubrieron las cabezas con las capuchas de sus capas, quedándose expectantes.

Desde el alto pasto emergió un humano malherido. Una pierna lastimada lo hacía renguear, y su brazo izquierdo sangraba por una profunda herida. Estaba cubierto de barro y maleza, como si se hubiese revolcado en un pantano. Pasó junto a los tres sin notar su presencia. Al principio pensaron que los estaba ignorando, pero no era así.

Raba se paró frente al hombre, intentando llamar su atención. Fue entonces cuando se dio cuenta del problema. Donde debían estar los ojos solo había un oscuro vacío. Una imagen repugnante, aterradora. Inmediatamente se apartó, dejándolo seguir su rumbo. El hombre se perdió entre la maleza como si nada hubiera pasado, dejando atónitas a las tres criaturas, que no podían apartar la vista del punto en que desapareció.

Con la boca abierta y las pupilas dilatadas, Mavia se movió para averiguar de dónde había venido.

—¡¿Qué demonios está pasando en este lugar?! —soltó Shion al recobrar la lucidez.

—¿Qué no te dijeron? Está maldito —Raba hizo sonidos fantasmales con la boca, tratando de asustarlo, pero solo logró molestarlo.

Shion, haciendo uso del medio metro de altura que le llevaba a la joven Nomo, le aplastó la cabeza con una mano en señal de reprimenda. Así, empezó la pelea más infantil que alguien pudiera haber presenciado. Se distrajeron tanto en su infantilismo que no notaron la ausencia de Mavia hasta pasados unos minutos.

Al darse cuenta, salieron desesperados en su búsqueda.

No estaba lejos, solo a unos metros. Había atravesado el mismo matorral por el que desapareció el misterioso hombre, y ahora estaba de pie al otro lado.

Cuando sus compañeros la alcanzaron, Mavia levantó la mano bruscamente, indicándoles que se detuvieran.

Frente a ellos, una escena aterradora tenía lugar. Paralizados por el asco y el horror, Raba y Shion permanecieron detrás de Mavia, sintiéndose protegidos por su figura.

Habían encontrado a los habitantes del pueblo... y también a la causa de su destrucción.

No fueron humanos, ni criaturas, ni la furia de la naturaleza. Fueron bestias.

Más cercanas a animales que a Criaturas, las Bestias Doradas habían sido traídas al mundo de los vivos de la misma forma que las Sombras. Seres sedientos de sangre, guiados por impulsos salvajes, completamente carentes de razón. Sin embargo, físicamente no se diferenciaban mucho de Criaturas o humanos, pero lo que definía su naturaleza era lo que llevaban dentro.

También existía el caso inverso. Las Bestias Lúcidas eran racionales e inteligentes a pesar de su aspecto animal. Incluso más que algunas Criaturas.

Las Bestias Doradas jugaban con los cuerpos de los humanos, tironeando extremidades, peleando entre sí para devorarlos. Algunos humanos inconscientes yacían a un lado, reservados para más tarde. El olor a muerte y la sangre esparcida indicaban que llevaban tiempo allí.




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