Mientras tanto, en la fortaleza de los elfos, Lara debatía con el resto de la alianza la forma de concretar el plan de Mavia.
La discusión se había estancado: no avanzaban en ningún punto, pero no paraban de sumar asuntos. Además, cada rey y representante estaba acompañado por sus generales de guerra, que no dudaban en expresar sus fuertes opiniones. A eso había que sumarle que las razas descendientes aún no habían llegado, y cuando lo hicieran, probablemente sería imposible llegar a un acuerdo.
—¡Digo que avancemos a Tercia y aniquilemos a todos los que no estén de nuestro lado! —gritaba el general de los Kelpi.
—¡No opines, Kelpi! ¡Tu gente no puede pelear en tierra firme! ¡No deberían tener voto! —respondía Balus, con las venas del cuello marcadas de tanto gritar.
—¡Es una locura proteger a los humanos! —alzaba la voz Tiono, rey de los gigantes— ¡Matémoslos a todos! ¡Destruyamos la amenaza de raíz!
Esa declaración fue seguida por coros y aplausos. Por fin, en algo se habían puesto de acuerdo… y resultaba ser una masacre.
Lara, llena de indignación, se preguntó ¿Cuándo las criaturas se habían vuelto bestias?
—¿Destruir la amenaza? —habló, respirando hondo para mantener la calma— ¡Son víctimas! Deben ser salvadas.
—¡Son enemigos! Deben morir, todos y cada uno —la contradijo el rey Kelpi, vitoreado por varios— ¡Su bondad nos costará la guerra!
—Qué egoísta es usted, rey Yue… —Lara lo miró despectivamente, juzgándolo— Corríjanme si me equivoco, pero los Titanes no vienen por nosotros; vienen a destruir la vida en todas sus formas y tamaños. Nosotros, todos, nos alzamos en armas para proteger esa vida: la nuestra, la de las personas que amamos y también de aquellas que odiamos; las que conocemos, y las que conocimos. ¿Cuál sería la diferencia entre el enemigo y nosotros si comenzamos esta guerra haciendo exactamente lo que ellos harían si ganan?
El silencio reinó en la sala. Cada uno de los presentes interiorizaba sus palabras, pensando en el presente, en el futuro, en qué pasaría y qué significaba realmente el bien y el mal, sus límites, su alcance… su forma.
Antes de que alguien pudiera responder, Lara volvió a hablar:
—¿Podrían sentirse orgullosos de contar una historia de exterminio? O mejor dicho… ¡¿Esa es la historia que quieren contar a sus hijos?! —No supo cómo, pero terminó de pie en el centro de la sala, con todas las miradas fijas en ella.— Yo quiero hablarles de cómo peleamos para proteger el mundo y todo lo que lo habita. De cómo no nos abandonamos, de cómo resistimos.
—Sus palabras son hermosas, su alteza —interrumpió Yue, con tono soberbio y una mirada descarada— Pero con palabras no se gana una guerra. Entiendo que es jeven, así que ¿Por qué no deja que los mayores arreglen este asunto?
—Kelpi... —Balus apretó los dientes para evitar blasfemar contra un aliado, pero en su mente una montaña de estiércol cubría el rostro del rey.
—Está bien, representante Balus —intervino Lara con calma fingida— Al rey le gusta llamar la atención y ofender con sus mordaces palabras. No tengo el carácter de mi hermana, así que no lo reprenderé como ella lo haría, pero... —se plantó frente a Yue, desafiante, esperando que le diera un motivo para estamparle un puñetazo— ¡También soy una Suprema! No soy la mayor, es cierto, pero aun así estoy por encima de ti, Kelpi. No tengo intenciones de demostrártelo, así que no me obligues a hacerlo.
Yue no dijo una palabra más durante toda la reunión.
La alianza terminó aceptando, a regañadientes, las órdenes que Mavia había dejado, y estipularon que, cuando llegaran las razas descendientes, prepararían una estrategia. El tiempo no los acompañaba, pero era inútil planear algo sin saber con cuántos soldados contaban.
A fin de cuentas, la Suprema Menor se había salido con la suya. Luego de esa reunión, el rey Dragón le cedió el poder que Mavia le había conferido sobre la alianza, y Lara se convirtió en la mayor autoridad.
Después de un rato, se había alejado de la multitud. Ya no le apetecía ver caras ceñudas ni escuchar discursos. Terminó refugiándose en la terraza de la torre más alta.
La vista al mar era espléndida. El sol comenzaba a ponerse, y los colores revoloteando en el cielo le transmitían paz. Llenó sus pulmones con el fresco aire marino y cerró los ojos con una expresión de satisfacción. Al abrirlos, vio una parvada de gaviotas volando hacia el atardecer.
Se quedó allí, contemplando el vasto y ancho mar, calmando el turbulento río de pensamientos que amenazaban con ahogarla si seguía ignorándolos. Se preguntó qué les deparaba el futuro... o si siquiera sería capaz de verlo.
Por un momento, el miedo a la guerra, el miedo a tener que dirigirla, le pareció diminuto. ¿Qué era ella en un mundo tan grande? ¿Qué importancia tenía un grano de arena en la playa?
Un segundo después, fue embriagada por una amarga melancolía. La paz se esfumó con la imagen del recuerdo que siempre la atormentaría.
—Alteza —una voz masculina llamó su atención— No quiero importunarla. Mi rey me ha enviado a buscarla.
El corazón de Lara dio un vuelco. La voz y el aspecto de aquel hombre le resultaban demasiado familiares. Con su cabello rojizo, esos ojos verde esmeralda y la nariz respingada... creyó estar viendo un fantasma. Pero al observarlo con más detenimiento, su corazón volvió a latir con normalidad: se dio cuenta de su error.
—¿Se siente bien, alteza? Su rostro está pálido —preguntó el hombre, confundido por el cambio repentino en su expresión.
El repiqueteo de su corazón había provocado una bajada de temperatura en su cuerpo, dándole un aspecto enfermizo.
—Sí… solo necesito un momento —respondió débilmente, tratando de recomponerse.
Su mente le había jugado una mala pasada. Sabía perfectamente que el hombre de su recuerdo ya no volvería a estar frente a sus ojos…
Se recostó contra la barandilla y volvió a fijar la vista en el mar.