Era de madrugada cuando Mavia despertó sobresaltada, sudando y con la respiración agitada.
Miró a su alrededor, buscando algo que solo existía en sus sueños. Al ver a sus compañeros dormir plácidamente, se tranquilizó. Se acurrucó en la cama, abrazando sus rodillas. Había sido otra de esas tontas pesadillas... patético.
Se giró hacia la ventana. Una tormenta rugía afuera, azotando los árboles y empapando la tierra con violencia.
—Buena fortuna la nuestra. —pensó con alivio— Menos mal que no tuvimos que pasar la noche a la intemperie.
Intentó volver a dormir, pero el sueño la había perturbado más de lo que quería admitir.
Ese sueño era recurrente. No recordaba cuándo lo había tenido por primera vez, pero sabía que siempre volvía durante las noches de tormenta. En él, estaban Lara, un niño desconocido y ella, rodeadas por un grupo de soldados que les triplicaban el tamaño. Los tres eran pequeños.
No entendía por qué peleaban ni quiénes eran sus enemigos, pero lo inquietante no era eso. El terror llegaba al final, cuando el niño desconocido era brutalmente asesinado por alguien que no podía ver, y Lara gritaba con un dolor desgarrador mientras se lanzaba contra ella con una fuerza sobrehumana.
Ahí despertaba.
Aterrada.
Ridículamente aterrada por algo tan absurdo.
Dio vueltas en la cama sin poder dormir, hasta que un movimiento en la ventana captó su atención.
Pensó que podía ser una rama o un animal buscando refugio, pero cuando un rayo iluminó la noche, lo vio claro: un grupo de Sombras se deslizaba por el pueblo, rodeando la posada.
Eran al menos ciento cincuenta. Al descubrirlos, todas se agruparon al unísono, listas para atacar antes de que pudieran siquiera notarlas. Su estrategia era simple: atacar de madrugada, en sigilo, mientras dormían.
—Ridículamente repetitivo... —murmuró Mavia, poniéndose de pie de un salto.
El estruendo despertó a Raba y Shion, que apenas lograban entender qué sucedía. Mavia se calzó las botas, ignoró la capa, la armadura y a sus compañeros, y salió sin más.
Ellos la siguieron sin hacer preguntas.
Sabía lo que las Sombras harían. No solo atacarían a los viajeros, destruirían todo el pueblo. No lo permitiría. No bajo su guardia.
Salió a la calle con el callar convertido en espada.
La lluvia helada y el viento le erizaron la piel, pero no se detuvo. No esperó. Con la velocidad que la caracterizaba, comenzó a cortar cuantas Sombras se cruzaban.
Las criaturas chillaban como cerdos degollados. Pronto, los habitantes del pueblo comenzaron a asomarse con temor desde sus casas.
Shion y Raba intentaron ayudar, pero la tormenta dificultaba todo. La cortina de agua se volvió tan espesa que ya no podían mantener los ojos abiertos, ni oler a sus enemigos, ni escucharlos. Ni siquiera Mavia.
Para las Sombras, sin embargo, la lluvia era una aliada. No les estorbaba.
Mavia trataba de pensar en una solución cuando escuchó un grito.
Una niña había salido de su casa, aterrada, y una Sombra la había alcanzado. El llanto desesperado de la pequeña se alzaba sobre todos los sonidos.
—¡No lo harás! —gruñó Mavia, clavando la espada en el suelo.
Estiro los brazos en paralelo al suelo, con las palmas de sus manos apuntando hacia abajo. Respiro ondo y doblo las manos hacia arriba, dejandolas perpendiculares a la tierra. Las gotas quedaron flotando en el aire. El viento y los rayos cesaron.
Giró los brazos por sobre su cabeza y el cielo quedo despejado. Las gotas se evaporaron.
La tormenta había desaparecido.
Con todos sus sentidos de vuelta, Mavia localizó a la niña, se lanzó como un rayo, eliminó a la Sombra y dejó a la pequeña a salvo con Shion.
Después, retomó su espada y terminó lo que había empezado.
Cuando todo terminó, el pueblo estaba libre de Sombras.
Los Azmales se acercaron alarmados, pero Mavia les explicó lo sucedido y remarcó la urgencia de dirigirse a la fortaleza élfica.
Luego se disculpó torpemente y volvió a la posada, deseando llegar a su cama, secarse el cabello y calentarse bajo las mantas.
Pero entonces, Kenos apareció en su camino.
—Alteza, aún quiero partir con usted en su cruzada —dijo el joven.
—Te expliqué las reglas y las aceptaste. Debes fingir que nunca nos viste —respondió ella, cruzada de brazos.
—Lo sé, pero debo insistir. —dijo él, acercándose. Pasó su mano por el hombro de Mavia, aún mojado y frío— Usted dijo: "Si logras tocarme, te unirás a nuestra cruzada." Pero jamás aclaró cuánto tiempo tenía para lograrlo...
Mavia sonrió.
—Eres astuto, joven Kenos. Pero yo quitaría esa mano antes de perderla.
Él obedeció al instante.
—Partimos al amanecer —sentenció ella antes de seguir su camino.
—Sí, su Alteza —dijo Kenos, eufórico, dando un pequeño salto de alegría.
El consejo de Raba había funcionado... aunque no como él imaginó.
—Soy Mavia, no “su Alteza” —agregó ella, desapareciendo por el pasillo.
Al amanecer, Raba, Shion y Mavia estaban atragantándose de comida en la taberna de la posada, mientras que, al otro lado de la puerta, Kenos los esperaba impacientemente, desesperado por que terminaran de comer.
Vestía una capa de viaje similar a la de los demás, botas de cuero negras, pantalones de tela sencilla y una camisa holgada. Atada a la cintura, con una simple soga, llevaba una espada sin funda, visiblemente desgastada que, Mavia sospechaba, no sabía usar.
Shion pagó al posadero por el alojamiento y la comida con una bolsa de monedas de oro que llevaba escondida en su bota derecha. También compró algunas provisiones para el resto del viaje. Por último, llenaron las cantimploras, ajustaron sus capas y salieron a la marcha.
—Mavia, si puedés usar hechizos para mover tormentas, ¿por qué no eliminás a todas las Sombras de una sola vez con esa magia, en vez de ir una por una? —preguntó Raba apenas pisaron el arenoso camino. La pregunta tenía lógica: era más rápido y eficiente.