Tal como el buen tabernero había dicho, la caravana partió esa misma mañana. Dos días y una noche después, llegaron a la fortaleza de los Elfos. No fueron los primeros en llegar, pero tampoco los últimos. De las veintisiete razas descendientes, solo cuatro se habían presentado. Lara sospechaba que algunas simplemente no acudirían, a pesar de la amenaza evidente. Otras, tristemente, podrían ser atacadas en el camino y erradicadas antes de llegar.
La Alianza logró organizarse con éxito. Con astucia, ordenaron a cada raza traer tanta comida como pudieran cargar, evitando así problemas de abastecimiento. Si llegaban a necesitar más, siempre podrían pescar. El espacio, al principio, fue un reto, pero tras intensos debates lograron distribuir la fortaleza de manera eficiente.
Grandes tiendas se levantaron en los patios, terrazas y balcones. Las habitaciones, pasillos y hasta las bodegas y mazmorras se llenaron de colchones. Era casi imposible caminar sin pisar a alguien, pero pronto la mayoría marcharía a Tercia. Solo una pequeña parte del ejército quedaría en la fortaleza.
Lo que sí generaba preocupación era la enorme diferencia numérica entre los enemigos y ellos.
—¿De cuántas Sombras hablamos? —preguntó Balus durante una reunión de la Alianza.
—Los exploradores hablan de seis mil Sombras —respondió Tiono, rey de los Gigantes, intentando sonar tranquilo, sin lograrlo.—Además, dos mil humanos y unos quinientos Demonios Negros.
—Son demasiados... —murmuró Cifren, casi inaudible.
—¿Y nosotros cuántos soldados tenemos? —intervino el rey Kelpi— Tal vez no estemos tan mal.
—Tres mil doscientos cincuenta y seis, hasta ahora —informó Letrel, Gran Rey Dragón, el único que parecía mantener la calma.
El número cayó como un balde de agua fría. La diferencia era abismal. Y aunque el rey Elfo, Hegel, recordaba que aún faltaban razas por llegar, todos sabían que no bastaría.
Lara, por su parte, estaba molesta. Al parecer, ninguna raza había seguido su orden de traer consigo a los humanos de sus territorios ni se habían deshecho de ellos. Insistió en que eso representaba una gran ventaja para el enemigo, pero sus compañeros la ignoraron, como siempre.
En medio del acalorado debate, la enorme puerta dorada se abrió. El rostro de Lara se iluminó al ver quién entraba.
—Con su permiso, grandes líderes —anunció Aron al ingresar. Hizo una reverencia respetuosa ante cada miembro de la Alianza y se dirigió directamente a Lara.— Suprema Menor, ha surgido un problema con los Dioses. Exigen la presencia de su reina. Dicen que no lucharán sin ella. Están amotinados frente al acceso a los calabozos.
—¡Oh, perfecto! ¡Justo lo que faltaba, un motín! —exclamó Cifren, moviendo la cabeza con indignación y los brazos al aire. Su reacción fue compartida por otros miembros, todos tenían algo que decir.
Lara prefirió no escucharlos. Dio por terminada la reunión. Que se arrancaran los ojos si querían, ella no se quedaría a verlo. Le pidió a Aron que la escoltara hasta donde estaban los Dioses. Quería disfrutar de la compañía del joven dragón. Su presencia le resultaba grata, tranquilizadora. Le agradaba más de lo que se atrevía a admitir... y al parecer, era mutuo.
Los calabozos estaban en el ala este de la fortaleza. Justo donde la playa golpeaba los cimientos, se encontraba la única entrada. Hydna había sido arrestada y encerrada el mismo día en que Mavia partió. Normalmente la habrían ejecutado por alta traición, pero temieron que eso causara más problemas.
No sabían el alcance real de sus acciones, así que decidieron mantenerla con vida, al menos por ahora. No esperaban que sus súbditos reaccionaran con tal vehemencia. Los Dioses no entendían la magnitud de su crimen y comenzaron a exigir su liberación.
Tal como Aron había dicho, se agolpaban frente a los calabozos, exigiendo la libertad de Hydna, quien, desde su celda húmeda y apestosa, sonreía con satisfacción.
—¡Atención! —gritó Aron al llegar. Poco a poco, el silencio se impuso. Todas las miradas, llenas de rabia, se centraron en Lara.— Su Alteza Real, Princesa de Orien, Suprema Menor, está aquí.
Un leve rubor tiñó las mejillas de Lara. "Así que por eso a Mavia no le gustan las presentaciones" pensó. Mantuvo la postura firme, la frente en alto, los brazos alineados, espalda recta y pies separados, como le habían enseñado.
Avanzó entre la multitud hasta llegar a la pequeña puerta negra custodiada por dos elfos temblorosos.
—Mis hermanos, ¿A qué se debe vuestra molestia? —dijo, intentando emular el tono persuasivo de su madre— Decidme ¿Qué os aqueja?
Un hombre de mediana edad dio un paso al frente. Lo primero que notó Lara fue su estado: desnutrido, sin zapatos, con una túnica raída. Luego miró a los demás... todos parecían igual de miserables. "No tienen el porte de un Dios" pensó, recordando la presencia de su madre.
—Han apresado a nuestra reina, Su Alteza —habló el hombre. Su voz temblaba como sus piernas— Exigimos su liberación.
—Fui yo quien la encarceló —respondió Lara con dulzura, pero firme— Mi madre cometió un crimen terrible. Debe asumir las consecuencias. Admiro su devoción, pero espero que puedan servir con la misma lealtad a esta corona.
Sus palabras no surtieron el efecto esperado. Lejos de calmarse, los Dioses estallaron en gritos: “¡Libérenla!”, golpeaban el suelo, alzaban los puños. Lara intentó explicar la gravedad del caso, pero no la escuchaban. Uno incluso le arrojó un puñado de arena al rostro. Fue la gota que colmó el vaso.
Ordenó dispersar la multitud y arrestar a quien fuera necesario. Estaban en pie de guerra, no podía permitirse perder el tiempo en tonterías. Estaba a punto de marcharse cuando el mismo hombre gritó:
—¡No pelearemos!
Lara se volvió espantada.
—Sin nuestra reina, no iremos a la guerra.
La multitud se dispersó por voluntad propia. A Lara se le planteó un dilema: la fuerza de los Dioses representaba un tercio de la fuerza total del ejército. Eran indispensables.