Con su poder casi al máximo, Mavia peleaba ferozmente contra los Demonios Negros, decidida a no dejar a ninguno con vida. Se movía con la velocidad de un rayo.
Su primer ataque fue por la espalda, directo y letal. Decapitó al primero con precisión, pero los otros no se quedaron quietos. Uno logró alcanzarla con sus horrendos tentáculos, obligándola a retroceder.
Invocó un hechizo de fuego. Sus manos se movieron más rápido que el resto de su cuerpo, y en un instante, incineró por completo a uno de ellos. El problema fue que el hechizo la dejó inmóvil unos segundos. Ese momento fue aprovechado por otro demonio, que la embistió con sus garras, estampándola contra un árbol. Mavia volvió al combate en un parpadeo. No sentía dolor: su cuerpo seguía insensible.
—Solo tres más —gritó, alentándose a sí misma mientras se lanzaba a cortar otra cabeza.
Por el rabillo del ojo vio a uno acercarse por la izquierda. Usó la espada como escudo y comenzó un forcejeo para evitar el contacto de sus tentáculos. Sabía bien que incluso un pequeño corte podía ser fatal. El demonio al que pretendía atacar inicialmente se abalanzó sobre ella, pero fue repelido junto a los demás por una fuerte ráfaga de viento que surgió del cuerpo de Mavia.
Libre del forcejeo, clavó la espada en la tierra. De inmediato, cientos de raíces encantadas surgieron del suelo y atacaron a los demonios. Dos lograron esquivarlas, pero uno quedó completamente atrapado. Las raíces se endurecieron al volver al aire la espada, transformándose en piedra. Sin perder tiempo, Mavia esquivó un golpe y cortó la cabeza del demonio atrapado.
—Dos más —pensó, sin detenerse a ver cómo caía la cabeza al suelo.
Al girar, se dio cuenta de que había perdido de vista a uno de ellos. No podía permitirse pensar, debía moverse. El demonio restante esquivaba cada estocada con sorprendente agilidad, mientras ella esquivaba los tentáculos que volaban hacia su rostro. Intentó localizar al otro con el olfato, pero el aire estaba saturado de sangre y muerte. El oído no servía: el ruido del combate lo cubría todo. La única opción era acabar con el que tenía delante y luego buscar al otro.
Una de sus estocadas fue detenida: el demonio la atrapó entre sus garras. Mavia soltó la espada y dio un salto hacia atrás, intentando lanzar otro hechizo de fuego. Pero esta vez, nada ocurrió.
Antes de tocar el suelo, sintió cómo unas garras le atravesaban el pecho, del lado izquierdo. El demonio que había desaparecido había aprovechado su distracción. Mavia quedó suspendida en el aire unos segundos antes de ser arrojada con violencia al suelo. Los Demonios Negros la observaron desde lejos, esperando que se levantara. Pero no lo hizo.
Habían derribado a la temida Suprema Mayor.
Le costaba respirar. La sangre le brotaba por la boca, dejando un sabor metálico en la lengua. Todo giraba a su alrededor. Intentaba mover las manos, pero todo era lento, como si nadara en miel. Apenas podía mantenerse en pie. Cerró un ojo para enfocar, apoyó una mano en el suelo para no caer, y con la otra alzó los dedos en el aire. Pronunció unas palabras en un idioma ancestral. Cada sílaba fue seguida por un eco susurrante que venía de ninguna parte.
Cuando terminó, los cuerpos de los demonios se partieron en cuatro, cayendo al suelo sin vida.
No fue una victoria limpia, ni honrosa, pero había ganado. Cumplió su misión y aún tenía tiempo. Faltaban varias horas para el anochecer. Podía curarse y descansar antes de que sus compañeros llegaran. Se arrastró hasta un pino cercano, se recostó sobre su tronco y pensó: “Tengo tiempo...”.
Pero no fue así. La sangre perdida le pasó factura. Se desmayó antes de empezar a curarse.
Muy cerca, sus amigos habían llegado al final del túnel. No sabían si era de día o de noche, ni si el alboroto de Mavia había comenzado. Frente a ellos había una escotilla de madera, similar a la tapa de un barril.
—¿Por qué no asomamos la cabeza? Así sabríamos qué hora es —sugirió Raba.
—Aunque lo sepamos, no sabremos si llegamos antes, durante o después del alboroto —replicó Kenos.
—Y si llegamos antes... perderíamos la cabeza solo por asomarnos —añadió Shion.
Mientras discutían, Raba se sentó en la tierra húmeda a descansar. Apoyó la cabeza contra la pared y se quedó mirando al vacío. Fue entonces cuando una rata cruzó su campo de visión. Era pequeña, peluda, de color gris y con una larga cola. Al verla, una chispa se encendió en su mente.
—¡Ya sé! —exclamó, saltando de golpe. Atrapó a la rata y la mostró a los demás— Le pediré que revise la superficie. Si no ve enemigos, podremos salir, sin importar la hora.
—¡Brillante, Raba! —se emocionó Kenos.
—Me parece un buen plan —coincidió Shion.
Raba le explicó a la ratita lo que necesitaban. Según ella, el animal aceptó feliz de ayudar. Abrieron la escotilla apenas lo necesario para dejarla salir. El sol los encandiló de inmediato. Poco después, la rata volvió y les indicó que no había enemigos cerca. Era seguro salir.
Emergieron con cuidado, sin hacer ruido. Una fría brisa invernal los golpeó de lleno. Sus cuerpos reaccionaron de inmediato: piel erizada, músculos tensos y dientes castañeteando. Se abrazaron a sí mismos, intentando conservar calor, pero el frío era implacable.
—¿Y ahora qué? —preguntó Raba, tiritando.
—Buscamos la corona —respondió Shion— Debemos encontrarla antes de que anochezca.
—¿Pero por dónde empezamos? ¡Puede estar en cualquier parte! —se quejó Kenos.
—Primero probaremos en el palacio. Apostaría a que está en la sala del tesoro o en el trono. Sé cómo llegar. Síganme —dijo Shion, avanzando con paso firme.
—¿Cómo lo sabés? —preguntó Raba, corriendo detrás de él.
—Mi padre solía hacer negocios en Aria. A veces venía conmigo. Me dejaba con los niños del palacio mientras resolvía sus asuntos. Ellos eran curiosos, siempre buscaban aventuras. Así aprendí a moverme por aquí.