La Maldición de las Sombras

El rey de los Demonios Negros

Luego de perderse un par de veces, subir y bajar escaleras, pasar tres veces por el mismo lugar y no encontrar nada util. Finalmente llegaron a la recámara del rey.

Una gran puerta de madera tallada con flores y nubes los esperaba al final de un pasillo. En cuanto Shion la vio, supo que estaban en el lugar correcto. Fue un alivio indescriptible dejar de vagar sin rumbo.

Con sumo cuidado, abrieron la puerta lentamente, procurando que no crujiera. Kenos, valiente como siempre, se ofreció para asomar primero la cabeza y verificar que era seguro entrar. Una vez asegurada la ausencia de enemigos, todos ingresaron.

La habitación estaba dividida en dos secciones. La primera era un vestíbulo con sillones, una mesa de té, algunos jarrones vacíos, cuadros en las paredes y esculturas decorativas. Todo lucía deteriorado por el paso del tiempo y la falta de cuidado.

No había rastro del rey ni de la corona, así que avanzaron hacia la sala posterior.

Apenas cruzaron las cortinas cubiertas de polvo, lo vieron. De pie, al lado de la cama, con la majestuosa corona maldita aún sobre su cabeza, se encontraba el rey Gohk.

Por instinto, los tres se ocultaron tras las cortinas. Raba asomó un ojo para ver si el rey los había notado, pero no parecía ser así. Estaba inmóvil, como una estatua. Observando con más detenimiento, descubrieron la razón.

A diferencia de los demás Demonios Negros, el rey no se había transformado. Conservaba su forma original, aunque su cuerpo estaba cubierto por extrañas ataduras que lo conectaban a las paredes. Estaba completamente desnudo, pues las ropas se le habian deslizado del cuerpo, con la piel tan delgada como papel y los huesos marcados como si llevara años sin comer. Raba estaba segura de que se rompería con solo tocarlo.

Les hizo señas a los demás para acercarse. Los tres se aproximaron con cautela. Aunque parecía muerto, respiraba levemente.

—¡Qué horror! —gimió Raba, cubriéndose los ojos.

—¿Cómo puede seguir vivo? —preguntó Kenos, incapaz de apartar la vista.

—No lo sé, pero rompamos la corona y salgamos de aquí antes de que oscurezca —dijo Shion, conteniendo el impulso de vomitar.

Kenos rodeó al rey por detrás, cuidándose de no tocar ninguna de las ataduras. Justo cuando estaba por tomar la corona, un rugido espectral los hizo saltar. El Demonio Negro que habían visto en la sala del trono los había encontrado.

Los tres gritaron al unísono y comenzaron a correr, esquivando los ataques lentos del anciano demonio. Por suerte, no era joven ni ágil, de lo contrario no habrían durado ni un minuto.

Raba intentó atacarlo con fuego, pero su magia no le hizo ni cosquillas. Kenos, decidido, desenvainó la espada y le asestó una estocada al pecho, pero el arma atravesó al espectro sin causarle daño: solo una espada de Suprema podía herirlo. El demonio le dio un manotazo que lo lanzó contra la pared, haciendo que cayera justo sobre la cama del rey.

—¡La corona! —gritó Shion, recordándoles cuál era el verdadero objetivo.

Se transformó en un gran felino, ágil y rápido, y comenzó a distraer al demonio con movimientos veloces, esquivando sus ataques sin cesar. Raba, entendiendo la táctica, corrió hacia la corona dispuesta a destruirla.

Pero el demonio no era ingenuo. Mientras se dejaba distraer, extendió uno de sus tentáculos hacia Raba, atrapándola por la pierna justo cuando iba a tomar la corona. La arrastró por el suelo, alejandola del rey. Shion intentó cortar el tentáculo, pero apenas logró marcarlo. Todo parecía perdido. Raba iba camino a la muerte, Shion estaba envenenado por haber mordido el tentáculo y...

De pronto, el espectro se desvaneció en una nube de polvo gris. En su lugar quedó un anciano demonio de apariencia común, delgado, encorvado, con piel grisácea, barba blanca y una expresión completamente confundida.

Raba y Shion lo miraron atónitos, sin entender qué acababa de pasar. Luego, giraron la vista hacia el rey Merfus. Las ataduras comenzaban a desaparecer, su cuerpo recuperaba lentamente la forma. A unos pasos de él, Kenos permanecía de pie, con las manos sangrantes y la corona hecha pedazos a sus pies.

Había logrado romperla con sus propias manos, usando una fuerza que desconocía poseer.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el rey, aún confuso, mientras recogía sus ropas del suelo— ¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis en mis aposentos?

Raba trató de explicarle rápidamente la situación mientras curaba las manos de Kenos. El rey recordaba todo lo ocurrido antes y después de la maldición. Solo necesitó un momento para volver a pensar con claridad.

—¡Esa mujer! —exclamó al escuchar lo que Hydna le había hecho— Será severamente castigada, os lo aseguro.

—Majestad —lo interrumpió Raba— Si no es molestia ¿Podría ayudarnos con mi compañero? Fue envenenado.

—Por supuesto. Regó, ve a la bodega y trae el antídoto. Si no hay, prepáralo. Y tráeme algo de comer también. Muero de hambre.

El anciano demonio asintió con rapidez y salió de inmediato. Merfus se volvió hacia sus salvadores.

—Decidme, héroes de mi pueblo ¿cuánto tiempo duró esta maldición?

—Trescientos años, más o menos —respondió Raba.

—¡Maldita bruja! Al final logró lo que quería.

—Majestad ¿Puedo hacer una pregunta? —intervino Raba con cautela— ¿Qué conflicto generó tanto rencor? ¿Por qué fue maldecida toda una raza?

—¿Conflicto? —gritó Merfus, ofendido— ¡No fue un conflicto! La descubrí tratando de resucitar a los Titanes. Le advertí que la denunciaría ante la Alianza ¡Tonto de mí! Debí hacerlo de inmediato. Pocos días después, lanzó la maldición sobre mí y sobre todo mi pueblo.

Sus palabras dejaron a los tres sin aliento. Se miraron pálidos, incrédulos.

—¿Qué ha dicho? —susurró Raba, apenas pudiendo respirar— ¿Que intentaba qué?

—Lo que oísteis. La reina Hydna buscaba la manera de traer de regreso a los Titanes.

—No tiene sentido... Ella nos dijo cómo romper la maldición —dijo Kenos, confundido.




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