La Maldición de las Sombras

Primer choque

El ejército de veinte razas avanzó sin pausa desde el amanecer. Con los Dragones al frente marcando el paso, llegaron a Tercia unas pocas horas antes del anochecer. Contrario a lo que esperaban, todo el camino estuvo despejado… demasiado despejado para el gusto de Lara, quien no tardó en sospechar que algo andaba mal.

—¿No debería haber una muralla aquí? —preguntó Brion, recordando que cuando habían partido desde Tercia hacia la fortaleza de los Elfos Azules, se toparon con un interminable muro humano.

—Me sorprendería que siguiera ahí —respondió ella con seriedad. Aquel muro, levantado como trampa, había fracasado estrepitosamente. No tenía sentido conservarlo. Era lógico... pero seguía siendo sospechoso—. ¿Dónde dejaste al bebé? —cambió de tema con rapidez, intentando alejar a Brion de sus sospechas.

—Una dama del rey Elfo se ofreció a cuidarlo. Amable mujer.

Durante el resto del trayecto hablaron sobre el pequeño y sobre por qué Brion aún no le había dado un nombre. A la conversación se unió Aron, buscando la compañía de sus nuevos amigos. Ninguno mencionó de nuevo la muralla ni la ausencia de enemigos, pero el presentimiento persistía: cada fibra de sus cuerpos les advertía que caminaban directo a la guillotina. Aun así, la sangre guerrera que les hervía en las venas transformaba el miedo en exaltación. Cuando llegaron a Tercia, el ejército era una horda eufórica, ansiosa por liberar su furia.

Pero el panorama al llegar fue desalentador. El ejército de las Sombras los esperaba fuera de la ciudad. Como Mavia había advertido, eran muchos más de los esperados… y lo peor era que aún no estaban todos. Las Sombras no podían moverse en campo abierto hasta que el sol desapareciera por completo.

En la primera línea enemiga estaban las Bestias Doradas, usadas como carne de cañón para medir la fuerza del oponente. Luego, los humanos poseídos por Sombras; peligrosos, sí, pero no tanto como para ser temidos. En los flancos, protegiendo el centro, se encontraban las razas descendientes. Y, en la retaguardia, los Demonios Negros, demasiado valiosos para arriesgarse al comienzo.

La Alianza detuvo su avance un kilómetro antes del enfrentamiento. Observaron y analizaron con atención. Lara se sintió intimidada, pero no por los Demonios Negros ni por los títeres humanos… sino por su propia mente. Un pensamiento la heló por dentro: “No podemos ganar”. El miedo la hizo sudar, su respiración se agitó. La euforia que había sentido se desvaneció, dejándola vulnerable.

—No se preocupe, Alteza —le dijo Aron con voz suave—. Su estrategia podría con un ejército tres veces mayor. Confíe en usted… y en sus compañeros.

Sus palabras lograron elevar un poco el ánimo de Lara, pero lo que la hizo volver a la calma fue el recuerdo de Mavia, y la fe que ella le había depositado.

—¡Prepárense! —gritó con fuerza.

Los soldados sabían qué hacer. El plan era claro: ir con todo.

Uno a uno, los combatientes pasaron a su segunda forma. Los Dragones se transformaron en enormes serpientes aladas, de cuatro metros de alto y seis de largo, capaces de lanzar fuego y saetas de escamas. Los Nomos se volvieron más pequeños, robustos y veloces.

Los Kelpi no podian tomar su segunda forma en la tierra, asi que se posisionaron entre Elfos y Gigantes. Las Hadas se volvieron diminutas como canicas. Lara había encontrado el papel perfecto para ellas, y salieron disparadas al cielo.

Los Gigantes crecieron aún más, alcanzando los diez metros. Con cada paso, hacían temblar la tierra. Los Elfos Azules se alargaron, sus dedos se volvieron garras, sus orejas se retorcieron en remolinos, y su piel se tornó azul.

Incluso los Dioses, aunque no todos en condiciones, tomaron su forma sagrada: alas blancas, cuernos plateados y cuerpos cubiertos por líneas de luz.

Las razas descendientes eran una mezcla casi perfecta de sus ancestros.

Cuando cada raza tomó su lugar, el ataque comenzó. El choque fue brutal. Los Dragones, rugiendo, se lanzaron sobre la primera línea. Luego, los Elfos se adelantaron y, cuando los Dragones abrieron fuego, liberaron gases combustibles para avivar las llamas. Juntos, arrasaron con cientos de enemigos en minutos.

Mientras tanto, los Kelpi se abrían paso con espada en mano. Los Gigantes, ignorando a los soldados, avanzaban directo a la ciudad, llevando en sus manos a los Nomos, que saltaban en picada sobre los enemigos, derribándolos con una mezcla de velocidad y brutalidad.

La estrategia estaba funcionando. Las bajas eran inevitables, pero la ventaja era clara.

Sin embargo, Lara no se sentía tranquila.

“Es demasiado fácil”, pensó justo antes de que todo se complicara.

Desde los cuatro puntos cardinales, más Demonios Negros aparecieron, rodeándolos por completo. Lara, alarmada, intentó reorganizar la formación, pero justo cuando iba a hablar, algo la obligó a esquivar una espada. La reconoció al instante.

—¡El collar de Mavia! —exclamó, horrorizada—. ¿Cómo demonios lo portas?

El atacante era un joven humano, de rasgos comunes pero con una mirada vacía y sonrisa cruel. Colgando de su cuello estaba el tercer collar de los Supremos.

—Tú eres el recipiente del poder de mi hermana… ¿cierto? Por ti despertó el tercer diamante.

El chico no respondió.

—¿Cómo lo conseguiste?

—Murió y lo tomé. Ahora tomaré el tuyo también.

Lara soltó una risa incrédula. Jamás creería que Mavia pudiera morir a manos de alguien como él. Empuñó su espada con firmeza y las dos líneas, blanca y negra, aparecieron en su rostro.

—Ven y quítamelo entonces.

El humano atacó. Lara le hizo frente, pero al ver su arma de cerca, se percató de algo importante.

—¿Dónde están los diamantes? —preguntó, alejándose.

—¿Dónde crees? —respondió él, torciendo la sonrisa—. Volvieron a su hogar.

No entendía a qué se refería, pero no tuvo tiempo de preguntar. Él volvió a lanzarse sobre ella. En un forcejeo rápido, le propinó un puñetazo en la cara que la hizo retroceder. Aun así, no soltó su espada. No podía.




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