Hydna avanzaba con la gracia de una reina, sus ropajes danzaban al ritmo del viento, y su cabello ondeaba como una bandera. La corona, brillante como una estrella, seguía tan impecable como siempre. Nadie habría imaginado que había pasado la noche en un inmundo calabozo. Se detuvo a unos pasos de su hija menor.
—Padre me ha contado todo… ¿Cómo has podido? —preguntó la Suprema Mayor con voz calma, aunque la furia vibraba bajo sus palabras.
—Es fácil juzgar cuando se tiene el poder de crear y destruir —respondió Hydna, riendo con un dejo de locura—. Para ti, la vida y la muerte son un juego. Pero para el resto de los mortales… son una carga eterna. Los Titanes pueden cambiar eso. Pueden desvanecer la barrera entre los mundos, volver todo un juego para todos. El miedo, la tristeza, el dolor... serán solo el recuerdo de una pesadilla, cuando ellos dominen.
—¿De verdad creés eso? Madre… los Titanes son muerte y destrucción. No van a devolverte nada. No les interesa. No puedes controlarlos.
—¡Sí que puedo! —gritó Hydna, desesperada, con la voz quebrada.
Mostró una pequeña caja de madera con bordes dorados y una cerradura de oro. Dentro, latía el corazón de su hija.
—Eso es... —murmuró Mavia, incapaz de terminar la frase.
—¿No lo entiendes, Mavia? —algunas lágrimas se deslizaron por los impecables ojos de la reina—. Con esto, los Titanes serán nuestros esclavos. Obedecerán cada orden.
Mavia suspiró y bajó la vista. Su madre había perdido la razón.
—Lo siento, madre. Tengo que matarte —dijo con verdadera pena.
Con la espada aún en la mano, se movió como un rayo y colocó el filo en el cuello de Hydna. La reina se estremeció al sentir el frío del acero, pero antes de dar el golpe, Mavia preguntó:
—¿Por qué nos involucraste? A Lara y a mí. Si nunca quisiste salvar Tercia, ¿por qué nos alertaste?
Hydna exhaló lentamente y bajó la mirada, esbozando una sonrisa sutil.
—La maldición debía romperse en el momento exacto. Por eso las alerté, por eso provoqué la guerra y por eso confesé ante la Alianza.
Con la furia latiendo en sus venas, Mavia apretó la empuñadura de la espada y, de un solo movimiento, cortó el cuello de su madre.
Pero no ocurrió lo esperado. La cabeza de Hydna no rodó. Su cuerpo se desvaneció en humo, desapareciendo por completo.
—¿Una ilusión? —se preguntó Mavia, desconcertada.
Una ráfaga de viento trajo hasta ella un olor familiar… el de su madre, pero también otro más. Al voltear, sus ojos se encontraron con algo aún más perturbador.
—¿Qué estás haciendo, Shion?
El joven estaba junto a Hydna, con Lara inconsciente entre sus brazos. Lloraba en silencio, roto por dentro. El collar de Lara ya colgaba de las manos de la reina, quien lo acariciaba con deleite, como si celebrara su victoria.
—¿De verdad creíste que sería tan fácil? —dijo Hydna entre risas. Mavia no le prestó atención. Su mirada estaba fija en Shion y en su hermana. Tan concentrada estaba, que no notó cuándo su madre desapareció de escena.
—¿Por qué? —susurró. No le interesaban los motivos... excepto que era él. Shion. Necesitaba entenderlo.
Él no pudo mirarla a los ojos. Las piernas le temblaban. Quiso pedir perdón, gritarlo, pero no encontraba su voz.
—¿Te hice daño? ¿Herí a alguien que amabas? Dime, querido Shion... ¿por qué me traicionás?
Mavia lo conocía bien. Confiaba en él. Tenía que haber una razón.
El dolor en el rostro de Shion era evidente. Se obligó a hablar.
—Antes de conocerte, mi raza fue atacada por las Sombras, noche tras noche. Perdí a mi familia, a mis amigos… incluso al amor de mi vida. Fui a buscarte. Nos defendiste, nos salvaste. Pero cuando te fuiste de Mutan, yo no podía con el dolor... entonces conocí a Hydna.
Se agachó y depositó suavemente a Lara en el suelo.
—Me habló de los Titanes y me prometió que los resucitaría. Me pidió que te vigilara, que me acercara. Al principio solo pensaba en mi objetivo… pero con el tiempo, te vi tal como eras. Quise dejarlo todo, pero eso implicaba perderte. No podía. Aposté a que alguien la detendría antes de que esto ocurriera... me equivoqué. No pediré tu perdón, pero dejame morir en tus manos.
Mavia lo escuchó sin interrumpir. Lo observó. Supo que decía la verdad, aunque en realidad… no le importaba.
Ni siquiera ella, una mujer sin corazón, podía matarlo.
El viento frío le revolvió el cabello. Cerró los ojos, buscando la calma… pero no la encontró. A veces se preguntaba si respirar era vivir, si ver bastaba para no estar ciego, si amar garantizaba la lealtad.
“Si tuviera corazón, tal vez lo sabría”, solía decirse. Pero en ese momento comprendió que no hacía falta.
De repente, sintió que el cuerpo le pesaba. Estaba exhausta. Toda su vida había peleado, contra enemigos, contra el destino… incluso contra sí misma. Pero ahora, frente a él, no pudo mover ni un dedo.
Le dedico una sonrisa sin sentimiento a su viejo amigo.
—Una vez alguien me dijo que, aunque destruyera toda la maldad del mundo, jamás podría matar los demonios del alma. Que nacían y morían con nosotros, y que solo nosotros podíamos acabar con ellos —Shion la escuchaba, confundido—. Aquella vez le dije que tomaría sus demonios como míos. No pude… pero esta vez, sí puedo.
—¿De qué hablás?
—Voy a acabar con los demonios de tu alma, Shion. Cuando esto termine, vas a ser libre para encontrar tu luz, igual que yo.
Le dedicó una última mirada, grabando su rostro en el alma, y le dio la espalda.
El sello de los Titanes se había roto por completo.
Desde el interior de la mina, tres figuras se acercaban. Mavia las esperó afuera. Los Titanes la observaron con desprecio. Su sola presencia les provocaba repulsión.
El pasto se marchitó bajo sus pies, y un manto de nubes negras cubrió el cielo. La luna y las estrellas desaparecieron.
Uno de los Titanes, el más alto, llevaba arrastrando a Hydna del cabello. La arrojó como un trapo, haciéndola volar sobre la cabeza de Lara, quien yacía detrás de Shion. Mavia apenas reaccionó. Era el desenlace obvio.