Dos pequeños niños divisan sus realidades con ojos temerosos. Han crecido escuchando que nunca debieron haber nacido. Y, en el fondo, ellos también lo creen así.
“Escóndete de todo aquel que te vea”, le decía su padre a Sorcha. Sus palabras seguían latiendo en sus oídos, probablemente por la frecuencia en la que fueron repetidas. Sorcha, una criatura sin pigmento ni refugio. Se preguntaba si ser diferente la convertía en pecado. “Hija de brujas”, le susurraba su madrastra. La odiaba, sí lo sabía. Al verla correr por los pasillos con solo cinco años, le provocaba malestar. La alejaba de sus hijas, cuando lo único que ella deseaba era jugar. Dejar la soledad que la acompañaba desde el día en el que salió al mundo.
Mientras tanto, un pequeño Nikolaus temblaba bajo una mesa.
—No los quería tocar, no deseaba matarlos —le dijo a su madre. Desde que tenía uso de razón, Nikolaus sabía lo que su piel hacía a las personas. La maldición de los Kaltenbrück se transmitía como una oración silenciosa, en cada nueva natividad.
—Solo no te acerques —le repetía su madre con una mirada vidriosa.
La desesperación en el rostro de su hijo le devolvía cada palabra como un eco imposible de callar.
Citar lo que una vez le susurró el conde “si me tocas morirás”. La llevaba a pensar en todo lo que su hijo podría silenciar para mantenerse con vida. Al principio no lo entendía, pero lo tocó. Porque sentir el roce de su esposo era lo que deseaba más que nada, “no te quiero perder”, le dijo. Ese pasado aún repiqueteaba en su memoria.
Su madre quería creer que, así como ella amaba al padre de él, también lo amarían a él.
Sin embargo, los Kaltenbrück estaban al borde del colapso. Ninguno de sus intentos había logrado acabar con la maldición. La descendencia del linaje Kaltenbrück seguía en decadencia. Aunque al principio, con el primer noble maldito, solo se manifestaba a través del tacto. Una mano. Un roce. Pero con el tiempo se volvió más cruel en cada uno. Más impredecible. Para el nacimiento de Graf Nikolaus, la tensión en la casa se asemejaba a una cuerda que estaba a punto de romperse.
No fue solo el hecho de que murieran las tres parteras que habían estado en el parto: una cayendo desmayada, en el momento que lo tomo entre sus manos. La siguiente comenzando a vomitar sangre, aferrándose a cortar el cordón umbilical; y, la tercera que se detuvo, con la vista clavada en el niño. Al arroparlo con su último aliento. Como si la muerte la hubiera llamado por su nombre. Sino también el olor. El hedor a veneno. Al intentar calmarlo, su llanto al igual que su cuerpo despedía un aroma antinatural —ácido, denso, casi irrespirable—. Como si el aire se impregnara de ricina y metal oxidado. Su madre en ese momento sufrió consecuencias irrevocables. Desde el día de su nacimiento, nadie quería volver a tocar a Nikolaus con las manos descubiertas.
Por otro lado, el alumbramiento de Sorcha un escándalo silenciado por la vergüenza. Una mujer sin rango ni nombre dio a luz a una bebé blanca como la escarcha y con unos ojos de un violeta imposible. Nadie sabía qué hacer con la niña. El conde dudó que fuera su hija. La perplejidad se adhirió a su rostro como una única verdad. Pero los rasgos inconfundibles que tenía la recién nacida: la curva de la mandíbula, la forma de los labios, el gesto frío incluso en su llanto; era una Campbell, a pesar de su tez. No había duda. Su cabello, casi invisible, sobre su diminuta cabeza. Sus cejas y pestañas parecían nieve contra mármol. Su piel traslúcida parecía no pertenecer a ese tiempo. Y los ojos… esos ojos violaban toda lógica. Los presentes se horrorizaron. “Una bruja” murmuraban, “una maldición disfrazada de niña” complementaban sus oraciones.
La madre de Sorcha yacía inerte sobre la cama. No pudo defenderla ni acariciarla.
Murió en silencio, como si su único propósito hubiera sido traer al mundo lo que no debía nacer.
Aquel dieciséis de noviembre de mil ochocientos quince, inició su destino.
El pequeño hilo que los había unido por una eternidad estaría por romperse.
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Editado: 28.11.2025