La Maldición de los Kaltenbrück

01- Año 1434: El Inicio

Mucho antes de que los Kaltenbrück fueran maldecidos, en el ciclo que las reglas seguían gobernando. Los demonios de las mansiones lunares, entidades a los que recurren los humanos cuando imploran el amor, la riqueza, la venganza o la muerte. Viven por y para los humanos.

Algunos tienen funciones más honorables que otros, pero todo obedecía a una razón.

¿Si viven para los humanos, cuándo viven para ellos mismos?

Sus deseos son relegados al rincón más inhóspito de sus mentes. Corazón no tienen, pero alma sí.

¿Dios aceptaría que dos criaturas se enamorasen entre ellas?

Se suponía que carecían de corazón, ese órgano palpitante que les da vida a los humanos y los incita a amar. Después de todo, eran conscientes que no tenían libertades, que siempre serían presos de una libertad omnipresente.

Y estuvo bien, hasta que el roce entre sus manos los hizo sentir. Que las miradas cargadas de palabras no dichas los hizo estremecer. Que los encuentros los hizo entenderse.

A mediados del siglo XV, todo estaba destinado a cambiar entre los moradores de las mansiones lunares.

Enediel, un demonio inquietantemente poderoso para la destrucción. Sus deseos nunca se habían visto satisfechos, hasta que encuentra la paz, aunque efímera, en el demonio que porta las puertas entre lo celestial y lo terrenal. De entre millones de encuentros, uno fue el detonante.

—Veo que inmiscuirse en los deseos de los humanos, es lo que más la entretiene —quizá no debieron hablar, quizá no debieron mirarse de esa forma.

—Pero tampoco soy la única. Él es su amigo y ella es una humana que porta el velo de la humildad.

—Solo le atrae su físico. Le recuerdo que los demonios no tenemos corazón, pero si buen ojo —ese era el mantra más utilizado por todos los moradores de la luna.

—Pero no carecemos de alma —Annuncia que se empeñaba en satisfacer tanto a humanos como demonios, prefería creer que ellos también podían amar.

Enediel, no pudo ignorar las palabras de Annuncia. Él también lo consideraba así. Ya que sentía ante todo pronóstico, incluso la furia… su catalizador. Si eso no era un sentimiento, ¿entonces qué era?

Desde hacía mucho que no lograba dejar de observarla. Le fascinaba verla llegar tarde a todas las reuniones celestiales. La forma en la que lucía apariencias terrenales diferentes a su esencia, intentando descifrar sus pensamientos en esos ojos. Esos que desde la eternidad Enediel había admirado.

Ella no lo veía, nunca lo veía. Pero Enediel, en cambio, no podía dejar de hacerlo.

Annuncia, por su parte, solo pensaba en lo romántico de toda aquella situación. Lo que vivía uno de sus hermanos al lado de una humana, disfrutando de un sinsentido. Después de todo, las pocas normas impuestas solo repetían que no tenían sentimientos. Y las que nunca se mencionaban, poco importaban.

—Si me deja sugerir, lo mejor es que bajemos. Siento que estamos vigilando la intimidad de Ardesiel —Enediel se aproximó tanto al rostro de Annuncia que ambos carraspearon al unísono—. Si caminamos cerca de ellos es menos perverso —se alejaron como las leyes lo decían, exactamente dos pasos de distancia.

Deambular entre lo terrenal casi podría haber sido el paseo favorito de los demonios. Lo único que tenían en las mansiones era una cama que no usaban, comida que no tocaban, sillones demasiado cómodos, niebla que los aburría y paredes con querubines. Enediel odiaba los querubines.

—¿Por qué no darnos un bosque? —Annuncia no le gustaba remilgar, pero a veces si lo hacía.

—Porque no lo necesitamos.

—Eso cree usted, pero yo continuamente lo he necesitado. Le recuerdo que camino muchísimo entre las dos realidades.

—Supongo que le atrae más la tierra que la Nada —a Annuncia le encantaba caminar sobre el césped, la tierra seca y mojada, andar entre los bosques y el rocío de las mañanas. Por otro lado, en la Nada no existía eso. Solo paredes blancas entre tonos de grises con molduras demasiado sugerentes.

—Muy bien, ha acertado caballero —le hizo una reverencia y ahí fue… cuando sus miradas se quedaron estáticas en el iris del otro. El celeste hielo de Enediel se fijó en la esperanza de esos ojos violetas traslucidos de Annuncia.

—Siempre ha sido encantadora —susurró Enediel.

—¿Qué? —Annuncia se había puesto colorada debido al sentimiento tan repentino que le había causado esas palabras.

—Sus ojos nunca cambian.

—Porque son mis ojos, qué irónico, ¿no? —el nerviosismo en su voz era evidente.

—Porque reflejan su alma —se aproximó tanto a ella, que los minúsculos pasos de Annuncia para retroceder, no impidieron su cercanía.

—Sí, como los suyos supongo.

El aíre se sentía pesado, probablemente debido a que sus nuevas apariencias los hacía más humanos que demonios, más de lo que ellos creían.

Annuncia, para ponerle fin a ese momento que la tentaba a desear más, desapareció de la vista de Enediel.

“Estoy loca”.

“No puedes sentir, no tienes corazón”.




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